Todavía no habíamos hablado por aquí de Franz Schubert, compositor austriaco continuador del Romanticismo de Beethoven. Fueron contemporáneos y quizás por ello el talento de Schubert siempre creció a la sombra del primero. Vivió en la pobreza, de la caridad de sus amigos; sus obras operísticas y orquestales nunca fueron publicadas o estrenadas en vida. Sin embargo, más tarde se le ha reconocido como el gran compositor que era, uno de los más grandes de la historia cuya caraterística principal es el bello tratamiento que hace de la melodía.
Su Sinfonía No.9 —apodada la Grande por su larga duración (alrededor de 1 hora) y en contraposición con la sexta sinfonía también en do mayor y apodada la Pequeña— es sin duda una de sus mejores obras. Aunque en 1840 fue publicada como Sinfonía No.7, hoy en día se considera que la número 7 es la D.729 compuesta en 1821, obra que, aunque estructuralmente estaba completa, no fue orquestada totalmente por Schubert, sino por otros autores posteriores. La número 8 se corresponde con la Inacabada (que consta únicamente de dos movimientos completos), y la última fue la que tenemos hoy entre manos.
Esta sinfonía se cree que fue compuesta entre 1825 y 1826, aunque no fue presentada a la Gesellchaft der Musikfreunde hasta 1828, año de su muerte. La obra fue rechazada por su excesiva duración y dificultad para ser interpretada en público, y sólo recibió un pequeño pago por ella. Quedó abandonada en un cajón por muchos años hasta que Schumann viajó a Viena en 1838 y encontró un manuscrito en casa del hermano de Schubert. De vuelta a Leipzig, entregó la obra a Mendelssohn, quien la estrenó finalmente en 1839.
Es una de esas obras que hay que escuchar en directo si se tiene ocasión. Por mi parte, pude interpretarla hace un par de semanas con la orquesta del conservatorio y la experiencia fue inolvidable. Para el músico, aparte de disfrutar de la inigualable belleza de las melodías, es un ejercicio de resistencia verdaderamente complicado.
Disfrutemos de la batuta de Herbert von Karajan. Animo a los oyentes a buscar guiños presentes en el cuarto movimiento. Hay uno muy claro al cuarto movimiento de la novena de Beethoven.
La calidad en Youtube es baja. Recomiendo escucharla en Spotify:
Como habréis podido comprobar, últimamente no me prodigo mucho por aquí. Y es que ando figuradamente hasta el culo de trabajo en la universidad, así que seguirá esto así aproximadamente hasta que se acabe el curso. Vamos, como siempre: con periodicidad genital. Lo cual no quiere decir que de vez en cuando me pueda dar una venada y escriba algo…
También quería pedir perdón de manera centralizada a todos aquellos a los que debo alguna respuesta en forma de email. Tengo varios pendientes en la bandeja. Prometo ponerme en algún momento.
Poco se puede contar sobre la biografía de Mozart que no os suene a todos, después de ver Amadeus. De alguna manera, la figura del «genio austriaco» ha sido estereotipada hasta el aburrimiento, hasta convertirse sólo en el niño prodigio, el tocado por los dioses, el mártir de muerte precoz… antes que en el autor de la música de Mozart. Quizás por eso, debo confesar, le tengo cierta manía. Por eso, y por la candidez y la cortesía que rezuman muchas de sus obras. Interpretar a Mozart me suele traer a la mente las pelucas y las normas de protocolo, por eso, mientras mis dedos intentan torpemente reproducir ese sonido preciso, equilibrado, exquisito (tan «andante expressivo molto grazioso») que idealiza mi cabeza, me convenzo de que nunca seré lo bastante educada y que me sobran cinismo y 3 kilos de mala leche para tocar bien sus obras. Interpretar a Mozart es darme cuenta de que tengo unos dedos de carne y hueso (hedonistas, para colmo), que el aire de la sala contiene impurezas, que hasta las cuerdas del piano son demasiado reales y matéricas, como para estar a su altura.
Entre tanto corset y tanta finura, me sorprende que Mozart siga teniendo tanta popularidad hoy en día (aunque, insisto, sospecho que es más popular el personaje, Amadeus, que su música). La contención, está visto, no es para mí, pero tampoco parece muy propia del siglo XXI, más bien romántico. Y, sin embargo, me entusiasma que, incluso dentro de esa contención, de ese idealismo puramente clásico, haya cabida para emociones más oscuras. Prueba de ello es el Réquiem, claro. Pero también otras piezas como la obra que hoy os presento.
La Sonata No.8 en la menor de Mozart fue compuesta en el verano de 1778. Consta de 3 movimientos (rápido-lento-rápido) y es, probablemente, una de sus sonatas más temperamentales y pesarosas. De hecho, es su primera y una de sus dos únicas sonatas escritas en una tonalidad menor. Cuando la compuso, Mozart se hallaba de viaje en París con su familia, en busca de empleo y pasando apuros económicos. Por eso, cuando su madre enfermó, tardaron demasiado en llamar a un médico y no pudieron hacer nada cuando empeoró y falleció, el 3 de julio de 1778. Es posible que la inquietud y desesperación que se escucha en el primer movimiento corresponda de alguna manera a esa impotencia. En el segundo, en cambio, la música se llena de melancolía.
La intérprete de hoy es Mitsuko Uchida. Por otra parte, si alguno se anima a analizar el primer movimiento, es fácil encontrar la forma sonata que presentamos hace semanas: La exposición, con sus temas A (0’00») y B (0’41»), se repite a partir de 1’30». El desarrollo comienza en 2’58» y la reexposición en 3’52» (esta vez, con el tema B en la menor, 4’36»). Ambos (desarrollo y reexposición) se repiten en 5’30».