No es ninguna noticia que la publicidad, tal y como la conocemos, está de capa caída. La televisión cada vez tiene menos audiencia y cada vez más fragmentada, la gente ya no compra periódicos, la radio ya era hace años para los románticos. A los receptores de todos estos mensajes, en general, les ha dado por girar sus cabecitas hacia Internet. Y eso significa que los publicistas viven actualmente en un periodo de cambio repentino que no sólo atañe a los formatos sobre los que solían trabajar, sino también a cómo la gente se relaciona y recibe esos mensajes. La gente ya no se rinde (o se rinde menos) a la voz anónima y unilateral del televisor dedicada a susurrarle las bondades de Contrín. Cada internauta recibe ahora la información, preferentemente, a través de las redes sociales, de las recomendaciones de sus conocidos, lo más retweeteado o facebookeado: ese es el nuevo medio.
Pero el nuevo medio tiene un grave problema y es que, en principio*, no se puede comprar: es un medio que «se gana». En principio, nadie va a compartir una información que no le interese, nadie va a dedicarse a enviar gratuitamente spam. En este nuevo medio, el espectador es quien decide el alcance de una campaña, la popularidad de un proyecto y, por ello, los publicistas se ven obligados a generar, cada vez más, contenidos: cosas interesantes «per sé», más allá de la mentira sobre el producto de turno. Desde este punto de vista, quizás los publicistas se estén convirtiendo en creadores puros bajo el mecenazgo de ciertas marcas, quién sabe. Esto no les quitaría el papel de «servidores que le limpian la cara al Demonio Capitalista», pero haría su profesión aún más atractiva de lo que ya es. Y a fin de cuentas, quién no está en este sistema al servicio de ese Demonio.
Pero volvamos de las ramas al asterisco: en principio*, la notoriedad en las redes sociales «se gana» con la simpatía o el interés de aquellos que reciben un mensaje. A no ser, claro, que esos receptores sean tan poco escrupulosos como para aceptar que otro les vomite su propaganda a través de la garganta. Y aquí es donde el PP está de suerte, porque al parecer tiene seguidores con criterios de higiene bucal realmente laxos. El equipo de comunicación del Partido Popular ya no tiene que preocuparse por transmitir buenas ideas, por redactarlas de forma atractiva o por generar, en fin, contenidos. Gracias a una campaña apodada cariñosamente en twitter como #prostituit, miles de usuarios de twitter y Facebook cederán amablemente sus bocas y sus identidades para vomitar, sin filtros, la propaganda que elija el Partido. Con dos consecuencias inmediatas: por un lado, el ficticio emisor del mensaje (el usuario que cede sus cuentas) no tiene ningún control sobre aquello que supuestamente está diciendo. Por otro, el receptor no tiene forma de identificar al verdadero emisor (que no es el muñeco sino su ventrílocuo), a saber: el Partido. Y todo ello, con la ventaja añadida de que el receptor no activará los mecanismos de filtrado habituales que utiliza ante lo que identifica como «propaganda» (sobre todo teniendo en cuenta que no mucha gente está al tanto de toda esta campaña).
Pero más allá del fraude que esto supone y la indudable publicidad engañosa, lo que más me sorprende es la elección de aquellos que ceden voluntariamente sus cuentas. Suele decirse que la derecha no vota, «ficha». Pero más allá de la suspensión del juicio crítico, de la adhesión incondicional a un mensaje… me sorprende el menosprecio por la propia identidad, la despreocupación con que se plantea una campaña semejante. Ya existen mecanimos para que los afiliados a una organización difundan sus mensajes: retwittear, compartir en FB. En estos casos, no existe confusión porque el verdadero emisor puede encontrarse siempre al final de la cadena de ecos. Pero #prostituit va un paso más allá. Es la despreocupación de quien no cree tener que responder por lo que dice, de aquel a quien le preocupan tan poco sus palabras, que le presta su boca a otro para que las pronuncie. Es una irresponsabilidad (además de una cochinada).