La isla de los muertos Op.29, de Rachmaninov. El poema sinfónico

Arnold Böcklin es un pintor simbolista alemán del siglo XIX. Su obra es perfectamente romántica y perfectamente alemana: un bis de Friedrich aderezado con más alegorías, oscuros símbolos y referencias a la muerte —por cierto, me intriga por qué los góticos reciben ese nombre cuando su estética es puramente romántica. Sin embargo, es especialmente conocido por una de sus obras: sus cinco versiones de La isla de los muertos realizadas entre 1880 y 1886. Supuestamente basada en el mito de Caronte (aunque el autor nunca la tituló ni aclaró qué representaba), fue una obra que fascinó a bastantes personajes… pecualires, a saber: Hitler (que llegó a poseer una de sus versiones), Freud o Lenin. Quizás de ahí la popularidad del cuadro.

Tercera versión de La Isla de los Muertos de Böcklin (1883).

El caso es que, desde su creación, todo tipo de artistas, desde arquitectos a dibujantes de cómic, se han inspirado también en la conocida pintura. Entre ellos, Rachmaninov, que había tenido ocasión de ver uno de los cuadros originales durante una visita a París en 1907, le dedicó, un año más tarde, el poema sinfónico que hoy nos ocupa.

Un poema sinfónico es una obra para orquesta basada en un motivo extramusical: un libro, un paisaje (ya hablamos de El Moldava de Smetlana) o, como en este caso, un cuadro. Esta forma musical, nació en el siglo XIX, de la mano de Franz Liszt, un compositor que, de hecho, solía incluir referencias literarias en muchas de sus obras.  Quizás fue, precisamente, la tendencia romántica a la alegoría, la fantasía, el simbolismo, lo que llevó a la música, un arte esencialmente abstracto, a acercarse a la narración, avivando así el debate entre música pura (música sin referencias externas, centrada en la forma: sonatas, sinfonías, concertos) y música programática (música que quiere representar algo ajeno a sí misma).

La Isla de los Muertos se trata, por tanto, de una composición que utiliza el simbolismo para recrear un cuadro, a su vez alegórico. Para ello utiliza algunos recursos descriptivos, como el vaivén susurrante que da comienzo a la obra. Podría recordar al lento avance de la barca, el remo de Caronte hundiéndose a un lado y a otro, sin cesar. Para ello Rachmaninov utiliza un compás de cinco pulsos (5/8), que sólo se puede dividir de forma desigual: la parte fuerte del compás, de 2 pulsos, nos impulsa hacia delante. La parte débil, acentuada por este mismo impulso, se queda suspendida en el aire durante 3 pulsos y, sin embargo todo sigue avanzando porque la música no puede pararse ahí, en medio de la nada, en el aire. Aunque luego la división 2-3 se invierte, ese impulso hacia el final, hacia arriba, sigue haciendo rodar la música. El efecto logrado es de una gran continuidad y fluidez, además de marcar una clara dualidad (¿izquierda-derecha?, ¿el movimiento del remo?). Me recuerda al primer movimiento  del Concierto No.2 de Prokofiev que logra un efecto parecido, aun con un compás regular, gracias al impulso desacompasado de la música.

Otro recurso, más simbólico, son las innumerables referencias al tema del Dies Irae: la personificación de la muerte en música. Aunque se puede oír ya antes, su aparición se hace evidente tras un breve silencio en el minuto 2’55» del segundo vídeo, con el viento metal como protagonista en el grave. En este punto da comienzo una nueva parte de la obra: desaparecen Caronte y el 5/8. El nuevo tema contrasta por su dulzura y su brillo, por su optimismo. Quizás representa la vida, o un feliz recuerdo, cantado cálidamente por las cuerdas. La alegría dura poco, sin embargo. A partir del minuto 5, todo se va volviendo más tenso, desesperado y, por fin, en el 5’46» vuelven a sonar los trombones con su terrible sentencia: las cuatro primeras notas del Dies Irae, la muerte ha llegado. Desde aquí, todo lo demás es oscuridad, con referencias al famoso tema hasta en la sopa. Cerca del final aparece de nuevo el lúgubre Caronte y su compás desigual. Sin embargo, lo último que se oye, claramente en el grave, es a la muerte, la verdadera protagonista de la pieza: el Dies Irae con sus 7 notas esta vez, que se extiende para hundirse hacia los graves.

Ahora que los artistas son dioses

Durante décadas, ocurrió que el genial polaco-francés (Fryderyk Franciszek o Frédéric François Chopin), […], fue objeto de una devoción desinteresada, pero sin duda malentendida. Se veía en él al tuberculoso genial, refinado en extremo, que vomitaba sangre sobre el teclado (según una versión de Charles Vidor para Hollywood) […]

La imagen de Chopin, todo lo estereotipada que se quiera, no impedía que los oyentes de décadas pasadas gozaran con sus melodías y ritmos fascinantes. Pero al mismo tiempo, una legión de excelentes pianistas, un público de mayor formación y sobre todo un núcleo de estudiosos y compositores sabían también que la música de Chopin encerraba una mina de diamantes, accesible para quienes estuvieran en condiciones de reconocerla. Y esta corriente no se ha detenido nunca, pese a la cantidad de libros y artículos de oportunistas escritores (y versiones pianísticas, dicho sea de paso) que durante años se empeñaron en mostrar a un Chopin ridículamente edulcorado.

¿En qué estamos hoy, cuando se conmemora el bicentenario de su nacimiento? Mucho más cerca del momento ideal de evaluación y reconocimiento total de su arte, entre otras razones porque todo aquel grupo de bien pertrechados intérpretes y estudiosos de la música, desde la década de 1940, se propusieron echar por tierra la idea de Chopin como estandarte de un romanticismo desmelenado. Hay que aceptar que este persistente y gratuito añadido no ha sido aún derrotado por completo, pese a que choca, literalmente, con la actitud del polaco, hostil a toda música «literaria», confesional, a toda efusión no controlada, y a sus esfuerzos por transmitir sentido lógico, claridad y una percepción aguda de las proporciones.

Es cierto que en alguna ocasión Chopin dijo: «Prefiero escribir todas mis sensaciones antes que ser devorado por ellas». Lo que en cambio se advierte hoy es que, al transformar en música esas sensaciones, las despojaba de su carácter individual.

Hoy es Lunes y, para variar, no os voy a recomendar ninguna pieza musical, sino un artículo de Paola Suárez Urtubey a propósito del bicentenario del nacimiento de Chopin, que se cumple este año. Aderezado con una pequeña reflexión: hasta qué punto se sobrevalora la subjetividad del artista, su estado emocional a la hora de crear. De algún modo, se debe ser sensible para concebir ideas emocionantes, pero es inteligencia y técnica lo que las convierte en obras universales. Es necesario controlar esa emoción que, posiblemente, nos anima a romper el piano a hachazos (o a besarlo y restregarnos contra él con dulzura, según) para transformarla en algo diferente, y además, es necesario conocer el idioma que hace posible esa transformación.

Ahora que los artistas son dioses, la «Inspiración» se ha convertido en un don no menos mágico y divino. Las Obras Geniales, descienden sobre los Elegidos, y sólo ellos, dotados con semejante poder, están autorizados para valorarlas. Sin embargo, me gustaría reivindicar la figura del artesano: el trabajador que se olvida de sí mismo para construir algo que lo trasciende, una obra enriquecedora para otros, elaborada con esfuerzo, inteligencia y conocimientos. Decía Celaya que se sentía un «ingeniero del verso». Yo no podría estar más de acuerdo.

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Puratura ya está listo

Ya está aquí, ya llegó: por fin tengo un portfolio digital y todo marcha según mis planes. Durante las últimas semanas, he estado trabajando en el diseño de la web que Iñaki se ha encargado de programar. Para ello hemos utilizado un gestor de contenidos, lo que facilitará futuras actualizaciones. Evidentemente, el trabajo no está aún terminado: tengo pensado añadir un blog y, probablemente, acabaré uniéndome a las huestes de twitter. Pero esas brevas caerán con el tiempo: de momento, puratura es una galería por la que podéis pasearos tranquilamente, consultarme si os interesa alguna obra y comentar lo que os apetezca a través del formulario de contacto. En definitiva: se trata de mi presentación como artista y diseñadora gráfica. Espero veros por allí. Por ahora, y para abrir boca, os dejo algunas de mis imágenes preferidas.

fototura / otras. Paisaje de Estambul.
fototura / analógica. Fotograma.
escultura / hierro. Variación III. escultura / máscaras. Saturno.
diseñatura / diseño editorial. Primera ilustración del cuento.

SD Europe

Una casa es una máquina para vivir

(Le Corbusier, arquitecto y diseñador suizo-francés)

La semana pasada fui a visitar el Solar Decathlon Europe, un concurso entre universidades de todo el mundo, encargadas de desarrollar casas sostenibles. Todas ellas estuvieron expuestas al público al lado de Principe Pío, y la mayoría contaba además con visitas guiadas por sus propios creadores. Fue una visita interesante y bastante recomendable, una buena ocasión para ver todo tipo de aparatos tecnológicos, casas móviles desde las baldosas al techo y, sobre todo, las 1001 formas de optimizar el espacio en «la casa del futuro». De hecho, una vez visto el concurso, me da la impresión de que sus participantes estaban más preocupados por adaptarse a la superpoblación mundial (¡cómo vivir en 15 metros cuadrados!) que por combatir el cambio climático, dos causas muy nobles ambas, eso sí. Quizás por eso, por las casas infinitamente móviles, por su construcción modular y su consecuente aspecto de caja, de máquina o a veces incluso de nave marciana, las mayoría de las propuestas terminaron pareciéndome poco realistas. Muy bonitas y mu modennas, pero más dignas de un museo, que de una ciudad y sus habitantes. Y eso sin hablar de los precios. La mayoría de las casas presentadas al concurso casas tenían un coste de entre 200.000 € y 500.000 € ¡sin incluir el suelo! No sé por qué incluir tanta pijada y tanto techomóvil, cuando lo fundamental de este tipo de soluciones ecológicas es que puedan aplicarse masivamente y que empiecen a hacerlo DESDE YA.

Para ejemplo, un botón. La casa ganadora del concurso, si no me equivoco, terminó siendo la Lumen Haus. Toda ella estaba cubierta con cristales especiales capaces de adoptar distintos tonos y opacidad a voluntad del consumidor, además de un sistema de iluminación con colorines totalmente controlable desde un iPad o un iPod. ¿Y todo eso para qué? ¿Para esos días en que te despiertas y quieres ver el mundo de color rosa salmón? ¿Para que la broma te cueste medio millón de euros? Está claro que los juguetes de Apple tenían que aparecer por algún lado. Aunque no deja de ser divertido que el ordenador central de la casa (el que controlaba la climatización, el agua y demás) funcionase con Windows.