Gafas para daltónicos

(Esta anotación se publica simultáneamente en Naukas)

Todos sabemos qué es el daltonismo, o creemos que lo sabemos. Si le preguntamos directamente a Google, nos responderá:

Defecto de la vista que consiste en no distinguir ciertos colores o confundirlos con otros.

Pero aquí cabe preguntarse, ¿cómo vemos? La vista es una interfaz de entrada más que nos permite desenvolvernos en el mundo que nos rodea. En concreto, es una pequeña ventana por la que asomarnos a una parte del espectro electromagnético que nos aporta mucha información para formarnos una imagen detallada (nótese que no digo precisa) de nuestro entorno.

Nuestra vista tiene como dispositivo de entrada el ojo, una pieza de hardware bastante compleja a la par que complicada. Aparte de enfocar la luz en un punto mediante una lente, tiene células especializadas en la captación luz y posterior transducción en la correspondiente señal neuronal. Hay dos tipos de células fotorreceptoras: los bastones y los conos. Los primeros tienen una gran sensibilidad y su señal nos sirve solo en condiciones de muy poca luz. Los segundos son los responsables de nuestra visión en condiciones normales.

Respuesta frecuencial de los conos
By OpenStax College [CC BY 3.0], via Wikimedia Commons
Pero un momento… todavía no nos hemos hecho una pregunta incluso más pertinente que la primera: ¿qué es el color? Nuestro ojo posee tres tipos de conos, y su respuesta en frecuencia (qué parte del espectro captan) se encuentra sobre estas líneas. Como se puede observar, tenemos receptores de onda corta (que se corresponde con el azul), onda media (verde) y larga (rojo). ¿Esto quiere decir que captan azul, verde y rojo respectivamente? No: simplemente quiere decir que los tres tipos de conos envían una señal diferente al encéfalo. Es este último el que, mediante dichas señales, se hace una composición de lugar y forma la imagen que vemos y los colores que percibimos.

Por tanto, podemos decir que los colores no existen —como concepto absoluto—; lo que existe es la luz a diferentes frecuencias. El color no es más que la respuesta a la primera pregunta: cómo vemos. El cerebro dispone, gracias a los conos, de tres señales diferentes, de los valores de intensidad en —podríamos decir— tres dimensiones independientes de un universo de frecuencias. Esto nos permite discernir entre un gran conjunto de frecuencias del espectro visible (pero, cuidado, no todas las existentes), y se traduce en lo que experimentamos como color. Ver dos colores es diferenciar dos espectros de luz, pero lo contrario no se sigue: dos fuentes de luz pueden diferir en su espectro y, para nosotros, corresponder al mismo color.

Esto nos lleva de vuelta al daltonismo. Así pues, un daltónico es aquella persona cuya percepción del color es diferente a la normal, entendido como habitual dado nuestro hardware y su funcionamiento. Dejando de lado aspectos neuronales que también pueden afectar a la visión y ciñéndonos al ojo, este daltonismo se presenta de tres posibles formas:

  • Monocromatismo: Por ausencia o disfunción de dos o tres tipos de conos, la visión queda reducida a una sola dimensión, por lo que el cerebro solo puede formar una imagen en base a la luminosidad; en blanco y negro, para que nos entendamos.
  • Dicromatismo: Por ausencia o disfunción de un tipo de cono, la visión queda reducida a dos dimensiones. Esto simplemente significa que la percepción del color es diferente de forma que se disciernen menos frecuencias: hay colores que se perciben como el mismo. Lo habitual suele ser que los rojos y los verdes se perciban como una misma gama. No es que se confundan los colores, como se suele decir, —lo que nos lleva a pensar que a veces el verde parece rojo y el rojo, verde— no: es como si, en lugar de rojos y verdes, viésemos toda una gama de marrones.
  • Tricromatismo anómalo: La visión normal es tricromática, por los tres conos o tres dimensiones que percibimos. En esta disfunción, lo que sucede es que la respuesta frecuencial de dos tipos de conos se solapan (las montañitas de la imagen de más arriba se superponen de forma que su cumbre casi coincide), y, de nuevo, lo habitual es que suceda con los conos verdes y rojos. Esto significa que el cerebro recibe señales muy similares de dos tipos de conos, por lo que pierde una dimensión. El resultado perceptivo es el mismo que el producido por el dicromatismo. La diferencia radica en que aquí de hecho funcionan los tres tipos de conos, pero mal.

Finalmente, llegamos a lo que la ciencia y la tecnología pueden hacer por estas personas. Y es que una empresa estadounidense llamada EnChroma vende unas gafas de sol que prometen corregir el daltonismo. ¿Puede funcionar algo así? ¿Cómo? Lo cierto es que sí, pero solo en el último tipo de daltonismo, que precisamente es el más común.

Respuesta frecuencial de las gafas EnChroma
Fuente de la imagen: EnChroma®

Estas gafas llevan un recubrimiento especial que actúa como un simple filtro, pero un filtro muy particular. En concreto, son opacas a dos rangos de frecuencia estratégicamente situados entre los máximos de la respuesta de los tres tipos de conos (véase la imagen superior). Dicho de otro modo, las gafas no dejan pasar la luz más conflictiva, la que produciría una señal más parecida en dos conos solapados (de ahí que necesariamente sean de sol: no son transparentes, por construcción). Como resultado, el cerebro recibe tres señales distintas y vuelve a ganar la dimensión perdida. El cerebro tiene una gran plasticidad y, con esa nueva información, el daltónico pasa a ver automáticamente como vemos los demás. Impresionante.

La empresa en cuestión pide a sus clientes que se graben en vídeo al estrenar las gafas y lo compartan en YouTube (no se me ocurre mejor publicidad…). Recomiendo encarecidamente ver sus reacciones, porque encogen el corazón un poquito. Ahí va un ejemplo (y otro, y más):

Como reflexión final, fijaos en que nuestra representación del color en cámaras, ordenadores, etc., —el sistema RGB— no es más que un reflejo de nuestra propia percepción. ¿Qué ocurriría si, como los daltónicos que pasan de dos tipos de conos a tres gracias a estas gafas, pasásemos de tres tipos a cuatro? Que ganaríamos otra dimensión, ni más ni menos, y, por tanto, distinguiríamos muchas más frecuencias y nuestra percepción del color sería mucho más rica. De hecho hay personas con esta rara cualidad, que se denomina, como no podía ser de otra forma, tetracromatismo.

(Gracias al compañero @BioTay por proporcionarme los punteros que han propiciado este artículo).

La pregunta Naukas 2015

¿Qué avance o descubrimiento de la ciencia moderna ha hecho progresar más a la Humanidad? Entendemos como ciencia moderna desde Copérnico hasta nuestros días.

(Esta anotación se publica simultáneamente en Naukas)

Tengo ahora mismo esa sensación que sobreviene cuando empiezas a leer un examen y ves La Pregunta; sonríes muy fuerte, pero muy disimuladamente, porque tampoco quieres que alguien te vea y crea que te has quedado gilipollas de repente, y piensas: «Esta me la sé». Que no es que de las demás no tengas ni idea —o no necesariamente—, no. Es más bien un «me la sé» de «en esta lo peto» o «he nacido para contestar a esto». Bueno, ya me entendéis, así que vamos al meollo.

Los humanos somos, ante todo, monos sociales. Desde que nos bajamos de los árboles y empezamos a recorrer largas distancias para buscar nuevos recursos con los que subsistir, nuestro encéfalo se ha desarrollado principalmente para entender al que tenemos delante, para colaborar con él. Todo nuestro mundo y nuestros progresos se sustentan en esta capacidad de colaboración y de compartir conocimientos. Hemos evolucionado muy rápidamente hacia monos tecnológicos, de manera que dependemos profundamente de todo el constructo cultural (y con cultura me refiero, sobre todo, a la ciencia y la tecnología) que hemos generado.

Esta visión creo que admite poca discusión y, por tanto, hasta aquí estaremos todos bastante de acuerdo. Probablemente también estaremos de acuerdo en que el tremendo auge de la ciencia y la tecnología en el último siglo y medio, auge que nos ha posibilitado alcanzar niveles de vida y bienestar sin precedentes, ha sido propiciado fundamentalmente por —y ha seguido un camino paralelo a— nuestra creciente capacidad para procesar y comunicar información. Estamos hablando, por supuesto, de los computadores y las redes de comunicaciones. Estamos hablando, como no podría ser de otra manera, de Internet.

Podría escribir un ensayo entero tan solo enumerando todos los aspectos en los que Internet y los ordenadores han revolucionado para mejor nuestra vida, desde los aspectos más pequeños de lo cotidiano hasta la ciencia misma, cómo se hace, se transmite, comparte y se colabora. Pero todavía no hemos llegado a responder a la pregunta que nos planteamos inicilamente, puesto que «Internet» o «los ordenadores» no son entes que podamos etiquetar como avance o descubrimiento, sino que comprenden un gran número de ellos. Así que, si habéis seguido mi razonamiento hasta aquí, la pregunta que procede a continuación es la siguiente: ¿cuál es el avance o descubrimiento que ha posibilitado fundamentalmente la llamada Era de la Información? Para mí, la respuesta es muy sencilla: el transistor.

Sí, amigos, y no me refiero a la radio… sino a este transistor, inventado en 1947 —y Premio Nobel de Física en 1956— por John Bardeen, Walter Houser Brattain y William Bradford Shockley en los Laboratorios Bell. Antes de 1947, nuestras comunicaciones y capacidad de cómputo eran extraordinariamente rudimentarias. Hoy, en cambio, poco más de medio siglo después, tenemos millones de ellos encapsulados en el salón, en la cocina, en el trabajo, en Marte, en nuestro bolsillo… Este pequeño artefacto, que en realidad no es más que un puto interruptor, ha propiciado un cambio en nuestro mundo quizás solo comparable, precisamente, a aquel instante evolutivo en el que decidimos bajarnos de los árboles y erguirnos sobre nuestras piernas.

Cómo se comía en la Expedición Malaspina 2010

Hace algunos días en este mismo Cuaderno de Cultura Científica la periodista María José Moreno publicaba un artículo sobre cómo se comía durante la expedición Malaspina. Pues bien, hace ahora 4 años, la segunda Expedición Malaspina proseguía su camino, rumbo a Río de Janeiro, tras celebrar la entrada en el año nuevo cruzando el Ecuador. También allí, estas fueron fechas que festejar con la comida. Pero, por suerte para los científicos y marineros que íbamos embarcados, dos siglos después de la travesía original de Alejandro Malaspina, la tecnología ha solucionado algunos de las mayores dificultades relacionados con la alimentación en altamar.

Quien dice tecnología, dice cámaras frigoríficas y congeladores. Hoy ya no resulta tan sorprendente que un barco pueda aguantar largas travesías en alta mar sin temor al escorbuto. Pero tampoco significa que la provisión de alimentos sea un asunto trivial. La Expedición Malaspina 2010 llegó a pasar temporadas de hasta un mes entero en alta mar, teniendo que almacenar alimentos para una tripulación de casi 100 personas. Cualquiera que haya llenado una nevera y comprobado que, tampoco allí, las verduras son eternas, puede vislumbrar algunas de las dificultades, multiplicarlas por 100 y hacerse una idea de la planificación que requiere proveer un buque como el Hespérides de alimentos.

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De hecho, al final de cada etapa, la lechuga, la fruta fresca, tomates y otras hortalizas empiezan a escasear. La ensalada se convierte en el mayor lujo a bordo, porque sus ingredientes son los primeros que se consumen y los que antes se estropean. Esto hace necesario visitar a diario las bodegas y cámaras frigoríficas para ir retirando las piezas que empiezan a estropearse y evitar así que la descomposición se extienda.También hace necesario reabastecer el buque en cada puerto, con ingredientes locales (con lo que la alimentación durante la expedición variaba en cada etapa) y otros no tanto (aceite, jamón…). Con combustible, claro, imprescindible para mantener el buque en movimiento, pero también para mantener siempre encendidas esas enormes cámaras frigoríficas de las que hablamos. El Hespérides tiene un depósito con capacidad para 500.000 litros de gasoil, que se consumen a un ratio de 200 litros la hora.Además, es fundamental asegurarse de que las provisiones entrantes estén en buenas condiciones. Precisamente, durante la primera expedición Malaspina (la de la Ilustración), a los pocos días después de zarpar de Cádiz, la marinería descubrió una especie de oruga desconocida en las reservas de pan. Tras comprobar que no eran tóxicas, los oficiales dieron la orden de comer pan con orugas y los marineros pasaron los 51 días que tardaron en llegar a América entre náuseas y arcadas. Por suerte, en 2010, esto nunca podría haber pasado. Entre otras cosas, porque el pan se preparaba diariamente a bordo: el panadero del Hespérides era el único miembro de la tripulación que pasaba toda la noche en vela, amasando, controlando el horno y despertándonos con olor a repostería y panecillos calientes. Su extraño horario, por desgracia, lo convertía en uno de los miembros más difíciles de ver de toda la tripulación (yo me enteré de su existencia ¡después de 3 semanas a bordo!).Otro miembro fundamental del Servicio de Aprovisionamiento del Hespérides era Paco Rubio. Este cocinero tenía planeado cada menú con 5 o 6 días de antelación y era un verdadero experto en cocinar para 100 personas, en un espacio sorprendentemente pequeño, siempre en movimiento por las olas y con una cantidad de ingredientes progresivamente menguante. Algunas peculiaridades de su cocina tenían que ver con estas dificultades: como la ausencia de fogones (todo es eléctrico) para no tener que encender un fuego prescindible y siempre peligroso en un buque. O como las cazuelas, ollas y sartenes ancladas para evitar que vuelquen o salten en los días de mala mar.

De hecho, todo en el Hespérides se caracteriza por esta peculiar adaptación al movimiento: las sillas de estudio, por ejemplo, tienen ventosas en las patas en lugar de ruedines. Los armarios y cajones están rematados con dobles niveles que evitan que se abran por sí solos (es necesario elevarlos ligeramente antes de abrirlos). Los objetos sobre las mesas, como el ratón del ordenador y el teclado, tienen velcro bajo su base. Todas las puertas están aseguradas con trincas que uno debe volver a cerrar tras atravesarlas y cada pasillo, cada ducha, incluso las camas de los camarotes están enmarcados por asideros, barandillas y barras de seguridad para evitar en lo posible las caídas… inevitables en cualquier caso. De hecho, el medicamento más consumido en el Hespérides, según me contó el ATS responsable, Antonio García Avilés, es la pomada contra golpes y moratones.

Con todo, algunos de los elementos más peligrosos de una cocina, como el aceite o el agua hirviendo, son imposibles de inmovilizar. Por eso, en caso de fuerte temporal se cierra la cocina y la tripulación se alimenta a base de bocadillos y fruta. Si el temporal no es tan fuerte, la cocina permanece abierta y los comensales sólo pueden esperar que ese día no toque sopa: por algún tipo de azar o broma ingenieril, el comedor del Hespérides se encuentra justo a la proa del buque, uno de los lugares con más movimiento (aquel que corta las olas). Por ello, durante mi estancia a bordo, pude asistir a más de una estrepitosa caída, bandeja de comida en mano. No es de extrañar, entonces, que toda la vajilla esté hecha de plástico. Pero tampoco que, esos días, muchos prefiriésemos no bajar a comer. Esos días, el alimento oficial de los más sensibles al mareo, como yo, eran las manzanas verdes (a juego con nuestra cara): lo más fácil de morder con la cabeza asomada a cubierta.

¿Y qué hay de la bebida? Bueno podréis imaginar que, a estas alturas, el alcohol ya no constituye un aporte calórico tan importante como antaño. De hecho, y probablemente para huir de este estereotipo marinero, las bebidas alcohólicas de más de 15º están prohibidas a bordo del Hespérides. Esta frontera deja a flote (sic.) la cerveza, el vino… y poco más. El resto es agua, agua embotellada: 47 palas con 584 botellas, 41.172 litros en total. Y es que, aunque el buque cuenta con osmotizadoras que potabilizan el agua (con dos depósitos de 40.000 litros cada uno), las cañerías del viejo buque hacen desaconsejable su consumo.

Durante la primera etapa de la expedición, sólo hubo una noche en que vi cómo toda la tripulación abandonaba las botellas de agua y se pasaba el champán: cuando brindamos juntos para dar la bienvenida al año 2011. Y es que, en una expedición como esta, con 100 casi desconocidos aislados, en mitad de la nada salada y tan lejos de sus casas, la comida no solo alimenta: la comida cumple un papel social y psicológico fundamental. Por eso, durante la primera etapa de la expedición, no nos faltó el champán, ni los langostinos en Noche Buena, ni el roscón de Reyes más tarde. Por eso no podía faltar el jamón (en nuestro caso, nos lo fundimos en un par de semanas). Por eso, cada domingo, lo único que marcaba el paso de las semanas, eran los churros con chocolate del desayuno. Y por eso, en cada etapa, se subían a bordo un par de tartas de cumpleaños (lo probable para un grupo tan numeroso) y se elegían dos fechas para consumirlas y agasajar a los cumpleañeros, aunque no fuese ese el día en que cumpliesen años.

Pero lo que más recuerdo de la comida de aquel viaje es la tabla de chocolate que me llevé, medio escondida, en la maleta. Quizás porque sabía a casa, porque era mía, el único algo no compartido en una convivencia por lo demás tan intensa. Si alguna vez os subís en un barco, mi consejo es que os llevéis dos tabletas. Por si la nostalgia…

La música de las esferas

Kepler, Harmonices mundi, 1619
Kepler, Harmonices mundi, 1619

Tendemos a pensar en las palabras ciencia o arte como categorías claramente diferenciadas y más o menos constantes a lo largo de la historia. Nada más lejos de la realidad. No sólo los elementos que dichas categorías contienen han cambiado fundamentalmente en distintas épocas (nadie duda que los objetos de arte románico sean distintos a los impresionistas, por ejemplo). Además, los mismos conceptos han cambiado fundamentalmente a lo largo de la historia, adquiriendo incluso significados contradictorios entre sí[1] y aunando actividades creativas que hoy consideramos claramente separadas.

De hecho, el concepto de arte que hoy manejamos no existió hasta el siglo XVIII aproximadamente. Fue en 1746, cuando el filósofo Charles Batteux acuñó el término “bellas artes” agrupando, aproximadamente*[2], las disciplinas que hoy consideramos como tales. El número 7 no era casual, pero hasta cierto punto sí arbitrario: coincidía con el de las 7 artes liberales listadas por los clásicos. Desde entonces, uno de los problemas de la Estética ha consistido en buscar el elemento definitorio de dichas disciplinas, la relación particular que las une entre sí. No es un problema fácil, pero sí muy reciente: hasta hace muy poco, no se pensaba que existiese una vinculación especial entre la música y la pintura, por ejemplo — en rigor, ambas requieren técnicas diferentes, conocimientos diferentes, incluso formas de fruición muy distintas.

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De hecho, hasta la modernidad, la música tendía a agruparse con disciplinas que hoy consideraríamos claramente científicas. Dentro de las artes liberales (aquellas propias de los hombres libres, que no requerían trabajo manual), la música formaba parte del quadrivium, junto con la aritmética, la geometría y la astronomía[3]. Esto fue así desde la antigüedad clásica: para los griegos, la música representaba la unión entre el mundo idealizado de las matemáticas y el mundo físico de la experiencia, la bisagra perceptible entre la aritmética y la geometría. Gracias a la música, los griegos podían comprobar que dos cuerdas proporcionadas por números enteros sencillos (propios de la aritmética) generaban un sonido agradable o consonante al combinarse. Mientras que cuerdas proporcionadas por números más extraños, con decimales, o bien números irracionales propios del ámbito de la geometría, resultaban en sonoridades desagradables o disonantes. Existe un motivo físico y fisiológico para este fenómeno. Pero, sin conocerlo, los griegos concluyeron que la belleza musical debía emanar de la perfección misma de los números.

Esta misma idea se encuentra tras otro concepto astronómico de origen griego: “cosmos”. El cosmos es un todo ordenado y armónico. Y, por lo tanto, bello (de ahí la palabra “cosmética”). La idea de un universo perfecto, regido por números y armónico (otro concepto muy musical) encuentra su justificación última en nociones musicales. De hecho, el mito pitagórico habla de “la música de las esferas”, una música perfecta aunque no perceptible para nuestros sentidos.

Esta concepción tuvo implicaciones más allá de la anécdota mitológica. El quadrivium formó parte de la educación de las élites durante toda la Edad Media en Europa. Esto significa que gran parte de los grandes pensadores, protocientíficos y filósofos occidentales estudiaron de manera conjunta la astronomía, las matemáticas y la música. Hoy conocemos a Ptolomeo como astrónomo, a Nicolás de Oresme como matemático, a Kepler como físico. Pero hay algo que todos ellos tienen en común: y es que escribieron sobre música. Ptolomeo, en concreto, fue el autor del tratado más importante de teoría musical de la Antigüedad clásica titulado, precisamente “Armónicos”. Nicolás de Oresme reflexionó sobre la conmensurabilidad de las órbitas estelares valorando, entre otras cuestiones, el interés de la música planetaria resultante. Muchos otros autores —Galileo, Newton, Descartes, Euler…[4]— nos dejaron curiosas resonancias musicales en sus trabajos. Pero, sin duda, uno de los casos más interesantes es el de Kepler.

Kepler es conocido por desvelar la forma elíptica de las órbitas planetarias. Fue también el primero en hallar la relación entre el periodo orbital y la distancia al sol. Además, describió cómo la velocidad de cada planeta variaba a lo largo de su elipse. Lo que no resulta tan conocido es que Kepler, en su tratado “Harmonices mundi” además de describir estas leyes astronómicas, asignó notas musicales a cada planeta en función de su velocidad angular. Los planetas con una órbita más excéntrica (por tanto, los planetas cuya velocidad angular es más variable) abarcaban un mayor rango sonoro. Mientras que Venus, por ejemplo, adscrito casi a una circunferencia en su recorrido alrededor del sol, entona siempre la misma nota. Además, Kepler asignó voces a cada uno de ellos: desde Mercurio, la soprano, el planeta más cercano al sol y, por tanto, el de mayor frecuencia (el más veloz), hasta los bajos: Júpiter y Saturno (los más lentos y graves).

Podéis escuchar la música celestial kepleriana en este enlace y comprobaréis que de “celestial” no tiene mucho. Kepler mismo se dio cuenta de que, según su propia teoría, los planetas estarían en disonancia la mayor parte del tiempo, pero argumentó que en determinados momentos, algunos se alinearían produciendo consonancias parciales. Como esta armonía transitoria nunca alcanzaría a los 6 planetas simultáneamente, además, Kepler argumentó que el universo no tendría fin. Tengamos en cuenta que esta era una idea herética para su época, un tiempo en la que la Iglesia Católica hablaba de Apocalipsis y de una Creación finita. A pesar de ello, Kepler daba tanta importancia a la belleza en su teoría que, literalmente, creía que el mundo no podía acabar hasta que sonase bien.

Hoy sabemos que no hay música en las esferas. En el espacio hay vacío, no existe ningún medio por el que puedan viajar las ondas sonoras, ni consonantes ni disonantes. Sin embargo, aunque hayamos descartado la idea de una música celestial, la expectativa de belleza sigue muy presente. La misma belleza con la que Einstein decía poner a prueba sus teorías. La misma belleza cultivada por músicos y artistas. La misma que decía temer Andrei Linde, este año, al conocer los datos experimentales que avalaban sus teorías sobre la inflación cósmica.

Probablemente, al final del día, es esta la razón que a muchos nos anima a seguir estudiando o investigando, buscando orden en la enésima ecuación con caracteres griegos: la esperanza de que al final todo encaje, sea elegante y comprensible. Las ganas de poder decir ¡qué bonito!

[1] Recomiendo leer “Historia de seis ideas” de Wladyslaw Tatarkiewicz.

[2] Aproximadamente: Batteux incluyó la elocuencia entre las 7 bellas artes. Posteriormente esta se unión con la poesía dentro de la literatura y se añadió el cine como séptimo arte.

[3] El trívium estaba formado por la gramática, la dialéctica y la retórica, mientras que la pintura, la escultura y otros oficios se consideraban artes mecánicas o serviles.

[4] Sobre este tema: “Music and the making of modern science” es un recopilatorio muy interesante.

En Radio Euskadi sobre Naukas Bilbao

Con motivo del —recordemos, por si no ha quedado bastante claro— mayor evento de divulgación científica del año, que se celebra —como no podría ser de otra manera, porque en otro sitio no cabría— en Bilbao, me han hecho una pequeña entrevista en el programa La Mecánica del Caracol de Radio Euskadi. Dejo por aquí el audio (salgo a partir del minuto 35 aproximadamente).

Y recordad que os esperamos este viernes y sábado, 26 y 27 de septiembre, en el Paraninfo de la UPV/EHU. La entrada es libre como todos los años.