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Seguramente, nunca os habréis encontrado un hermoso brócoli silvestre dando un paseo por el bosque. La razón es sencilla: el brócoli silvestre no existe. Es una especie originada mediante el cultivo selectivo a lo largo de cientos de años cuyo antecesor silvestre es una planta mucho menos apetitosa: la col silvestre o Brassica oleracea.
Esta especie primigenia sigue un ciclo bienal. El primer año, acumula agua y nutrientes en un ramo de largas hojas carnosas, como medio de adaptación a las duras condiciones en las que suele crecer (suelos con alto contenido en sal y yeso). El segundo año, la planta utiliza estos nutrientes para formar un largo tallo (de 1 ó 2 m) con un montón de flores amarillas que crecen a partir de pequeños capullos agrupados en ramitos.
Cogemos una col silvestre y empezamos a cultivarla hasta obtener un montón coles. Entre estas coles, cultivadas en unas condiciones determinadas, es posible que algunas no hayan sobrevivido. Otras, en cambio, pueden haber producido hojas ligeramente más carnosas que el resto y otras, por su parte, han florecido antes de tiempo. Como somos muy listos, para engendrar las siguientes generaciones de coles, elegiremos los mejores especímenes según nuestros intereses, hasta que, de nuevo, por puro azar, una planta resulte más carnosa que el resto, dé unos capullos más sabrosos o florezca más a menudo. Así, año tras año, durante (apenas) unos cuantos cientos de años (se tiene constancia de que los romanos cultivaban ya Brassica oleracea).
¿Cuál es el resultado? Un montón de variaciones nuevas dentro de la misma especie, sorprendentemente diferentes entre sí y que ya no es posible encontrar en estado silvestre. Como cabía esperar, de algunas nos comemos las flores (coliflor, brócoli, romanesco…); de otras, las hojas (col, berza, repollo…); algunas incluso se usan como decoración (col ornamental). A continuación, podéis ver un esquema con estas variaciones divididas en los 7 grupos de cultivo que sirven para clasificarlas:
Durante todo este proceso, sólo han intervenido mutaciones aleatorias del ADN y la selección artificial impuesta por los agricultores. Cabe suponer que las mutaciones ocurren con la misma frecuencia en la naturaleza y en los cultivos. Sin embargo, es la selección artificial la que facilita que podamos observar, a cámara rápida, un proceso de diversificación que, en otros casos, tarda milenios en producirse. El motivo es sencillo: mientras que el hombre impone unilateralmente qué planta es mejor y cuál peor, la naturaleza nunca lo tiene tan claro. La evolución no tiene objetivos, ni escalas de valor: su único criterio es una mejor adaptación a un entorno siempre cambiante. Todo ello ralentiza el proceso de cambio, pero también hace posible que puedan coexistir varias soluciones de forma simultánea o que aparezcan soluciones imprevisibles, aparentemente ilógicas, que nunca hubiesen surgido en la persecución de un objetivo predefinido, o a partir de una planificación «inteligente». Ese es el secreto de la gran variedad de la vida: pequeños cambios consolidados a base de prueba y error a lo largo de 4000 millones de años.