El estudio de las galletas induce a pensar que la mala sangre que sentimos cuando alguien sale beneficiado en demasía de una situación que consideramos injusta, aunque no nos afecte directamente, puede estar bien arraigada en nuestra herencia evolutiva.
El párrafo anterior está extraído del artículo El valor biológico de la justicia, del blog de Pere Estupinyà, en el que habla de un curioso experimento con primates. Este consiste en dos monos situados en emplazamientos separados, pero con contacto visual entre ellos. Disponen ambos de un dispositivo dispensador de galletas que es accionado con una palanca, mas sólo uno de los monos dispone de ella.
Cuando el investigador pone una galleta en cada dispositivo, el mono acciona la palanca y ambos reciben su recompensa. Ahora bien, si el investigador coloca una galleta en el dispensador del mono con la palanca y tres galletas en el del otro primate, el primero se enfada y no acciona la palanca.
Pere concluye que este comportamiento tiene un sentido evolutivo: «para el buen funcionamiento de un grupo es muy importante penalizar las injusticias y asegurarse de que nadie se beneficia en exceso del trabajo de los demás».
Lo cual demuestra que los monos son tan tontos como los humanos: me da igual lo que yo tenga, la clave es que el vecino no tenga más que yo.
Esto me recuerda un estudio, esta vez con humanos, en el que se les daba a elegir la paga y el vecindario que preferían. Casi todo el mundo se decantaba por un lugar en el que ellos cobrasen más que la media, antes que otro donde tuviesen más dinero pero fuesen los más pobres. Y no, no era un razonamiento del tipo: «Si el vecindario es más caro, las cosas costarán más y mi dinero valdrá menos».