(Esta anotación se publica simultáneamente en Amazings.es)
El 71 % de nuestro planeta azul está cubierto por agua salada. Se trata de un manto de fondo irregular que alcanza, en su mayor parte, más de 4000 m de profundidad. Esto significa que el océano abisal que se extiende a partir de este punto (su nombre es de origen griego y significa «sin fondo», como «abismo») es, sin competencia, el mayor ecosistema de la tierra. Sin embargo, es también uno de los más desconocidos.
Según contaban los oceanógrafos de la Expedición Malaspina, sabemos menos sobre el fondo del océano que sobre la superficie de la Luna. Y no es de extrañar, ya que llegar hasta allí resulta casi tan difícil y requiere las mismas inversiones astronómicas (o abisales, en este caso) que la carrera espacial: solo que, en este caso, los ingenieros han de enfrentarse a las tremendas presiones (de 100 atmósferas por cada mil metros), las bajas temperaturas y la total oscuridad en lugar del vacío espacial o la ausencia de gravedad. Pocos países tienen la capacidad tecnológica para llevar a cabo semejante empresa. Tanto es así que, hasta la fecha, sólo un sumergible tripulado ha sido capaz de alcanzar el fondo del abismo Challenger, por ejemplo: 9 años antes de que el hombre pisara la Luna, Jacques Piccard y Don Walsh a bordo del batiscafo suizo Trieste alcanzaron los 10.911 m de profundidad en la fosa de las Marianas, un récord todavía no superado. Quizás no lograron la popularidad de Armstrong y Aldrin, pero eso es sólo porque aún no se han escrito teorías conspiranoicas sobre su hazaña (crucemos los dedos).
Con todo, aunque no podamos viajar hasta allí, el fondo del océano sí tiene una ventaja sobre la superficie de nuestro satélite y es que, si bien es imposible lanzar una cometa para que nos traiga rocas de la Luna, sí existen aparatos científicos como la roseta que, pendientes de un cable, son capaces de sumergirse en el océano abisal y traernos muestras de ese mundo desconocido. En ello se basa la exploración del océano profundo llevada a cabo por los científicos de la Expedición Malaspina: gracias a sus redes, botellas y sensores, han sido capaces de rescatar organismos medio alienígenas, agua cargada de microorganismos desconocidos, pequeñas pistas e instantáneas de un mundo tan distinto del nuestro, sí, como la superficie de la Luna.
¿Y qué tiene que ver todo esto con los dedales? Pues bien: mientras los biólogos y ambientólogos del Hespérides tenían bastante que indagar en sus muestras de agua, Elena Tel, una de los físicos de la expedición, ideó una manera de ejemplificar y explicar a sus compañeros las grandes presiones que soportan los seres abisales: para ello, compró un montón de vasos de poliestireno expandido, (los que se suelen utilizar para beber café) y los metió en una red atada a la roseta. El poliestireno es ese material plástico con burbujitas blancas que se utiliza en todo tipo de embalajes (también conocido como porexpán o corcho blanco). Debe su ligereza al gas que forma esas burbujas. Muchos habréis visto cómo este material parece desaparecer cuando se lo disuelve en acetona: el gas que contiene se libera revelando el verdadero volumen del porexpán desinflado. Pues bien, lo mismo sucede cuando se lo somete a altas presiones como las que soporta la roseta en el océano a más de 4000 m de profundidad: las burbujas se desinflan y cada vaso reduce paulatinamente su tamaño hasta convertirse en apenas un dedal. Si además viaja a bordo un artista como Luis Resines (el autor del cómic de la Expedición Malaspina), el experimento dará lugar a resultados tan variopintos como los de las imágenes. Un bonito recuerdo de uno de los pocos rincones de este planeta que aún quedan por explorar.