Dogma No.4:
La obra de arte es única.
Va a ser complicado refutar este dogma, pues conozco el valor simbólico de los «originales»: sin duda temblaría de emoción ante un manuscrito de Scriabin, y, si me apuras, ante cualquier papel con el que se hubiese limpiado el culo. Pero entiendo que mi adoración por ese cacho de papel higiénico no lo convierte en algo sagrado o distinto de cualquier otro rollo que pueda comprar en un supermercado. En su ensayo Modos de ver, John Berger plantea cómo, a partir de la aparición de la fotografía, el valor de una obra pictórica se ha trasladado de su imagen (su contenido, reproducible), al objeto único y no reproducible que lo contiene:
Este nuevo estatus de la obra original es una consecuencia perfectamente racional de los nuevos medios de reproducción. Pero, llegados a este punto, entra en juego de nuevo un proceso de mistificación: la significación de la obra original ya no está en la unicidad de lo que dice sino en la unicidad de lo que es. ¿Cómo se evalúa y define su existencia única en nuestra actual cultura? Se define como un objeto cuyo valor depende de su rareza. El precio que alcanza en el mercado es el que afirma y calibra este valor. Pero como es, pese a todo, una «obra de arte» y se considera que el arte es más grandioso que el comercio, se dice que su precio en el mercado es un reflejo de su valor espiritual. Pero el valor espiritual de un objeto, como algo distinto de su mensaje o su ejemplo, sólo puede explicarse en términos de magia o de religión. Y como ni una ni otra es una fuerza viva en la sociedad moderna, el objeto artístico, la «obra de arte» queda envuelta en una atmósfera de religiosidad enteramente falsa.
La falsa religiosidad que rodea hoy las obras originales de arte, religiosidad dependiente en último término de su valor en el mercado, ha llegado a ser el sustituto de aquello que perdieron las pinturas cuando la cámara posibilitó su reproducción. Su función es nostálgica. He aquí la vacía pretensión final de que continúen vigentes los valores de una cultura oligárquica y antidemocrática. Si la imagen ha dejado de ser única y exclusiva, estas cualidades deben ser misteriosamente transferidas al objeto de arte, a la cosa.
Como las obras de arte son reproducibles, teóricamente cualquiera puede usarlas. Sin embargo, la mayor parte de las reproducciones —en libros de arte, revistas, films, o dentro de los dorados marcos del salón— se siguen utilizando para crear la ilusión de que nada ha cambiado, de que el arte, intacta su autoridad única, justifica muchas otras formas de autoridad, de que el arte hace que la desigualdad parezca noble y las jerarquías conmovedoras.
De nuevo encontramos que la obra de arte se valora por «lo que es», no por «cómo es». Este es el motivo de que (como mencionaba Suso en un comentario) valga más la firma que lo firmado: un mismo lienzo, atribuido a un pintor desconocido o al mismísmo Goya, se valorará de formas radicalmente distintas aunque la imagen sea la misma. Cualquier obra puede ser declarada «arte» siempre que pueda demostrarse su genealogía, su «autenticidad». Consecuentemente, la historia del arte se enseña, no como análisis sistemático de las imágenes, sino como historia de ciertos objetos de culto asociada a la biografía de sus creadores («Felipe VIII encargó a Maurice Claudel una obra para su palacio en 1342…»).
Paralelamente, las técnicas que desde un principio nacen para la reproducción de imágenes en serie (desde el grabado a la fotografía, pasando por el diseño gráfico), son desprestigiadas. Sólo el grabado conserva cierta valoración «artística», por lo que le queda de artesanal, pero, incluso en este caso, las tiradas se numeran en un intento de distinguir y autentificar cada estampa.
¿Merado = mero mercado?
Arreglado. ;-)
Enhorabuena por esta serie. La sigo con expectativa.
Yo creo que ese deseo de autenticidad como valor añadido(o como el único) es algo que ha existido siempre. Me parece que forma parte de nuestra parte irracional (fetichista) ese asignar un valor a algo por el mero hecho de haber sido producido por alguien en particular, o por una civilización antigua, o por haber pertenecido a alguien famoso…
Estoy de acuerdo Ape. Pero con matices. Insisto, yo misma valoraría simbólicamente un manuscrito de Beethoven. Pero entiendo que «su arte» no reside en ese trozo de papel. Entiendo que cualquiera que escuche su música (en cualquier soporte) o lea una edición de sus partituras está ante el trabajo de Beethoven (el auténtico) y, por lo tanto, puede «poseer» su legado. En literatura y en música se ve bastante claro, porque el contenido de una obra nunca ha estado ligado a su soporte.
En pintura, es donde las técnicas de reproducción suponen una novedad. Por eso los originales se cubren de esa especie de barniz santo que los revaloriza. Sólo los muy friquis irían a ver el manuscrito de el Quijote a un museo en lugar de comprarse una buena edición. En cambio, las pinacotecas tienen bastante éxito, a pesar de que la gente, en la mayoría de los casos, ya conoce lo que allí se expone. Ir a ver la Mona Lisa no incrementa los conocimientos culturales del espectador: se trata de un rito, una peregrinación que hay que hacer para poder decir que has visto la «Mona Lisa» de da Vinci.
Entiendo que los «originales» tengan un valor añadido, sobre todo porque son la principal referencia a la hora de reproducir una obra. Es necesario conservarlos y atesorarlos en museo: contienen un cachito de historia y siempre pueden ser estudiados para averiguar más cosas. Pero no comparto que en ellos radique lo más importante de una obra. Ni que haya que visitar muchos museos para conocer mucho arte: un espacio con reproducciones a tamaño real de las obras pictóricas te enseñaría lo mismo.
Sobre todo, planteo este post como una reflexión acerca del precio que pueden alcanzar ciertas obras en el mercado: por qué su «estatus» influye en ese precio. Por qué su precio influye en la consideración que merecen esas obras. Por qué esa adoración y especulación con las obras «auténticas». Por qué esa insistencia en subrayar los precios que alcanzan en el mercado.
Por otra parte, no comparto es que ese valor fetichista haya existido siempre, al menos tan acentuado. Los escultores que tallaban las iglesias románicas son anónimos, igual que en el arte hindú, por lo que sé. Incluso cabría preguntarse si en el siglo XIX, (ya instaurado el mito sobre la genialidad del artista) un solo cuadro podía venderse por miles de millones de € (su equivalente en aquella época, quiero decir). Apuesto a que no, pero si alguien tiene datos, se agradecerían.
@Almudena:
Yo también estoy de acuerdo contigo, pero me mantengo en lo del fetichismo :-) En los ejemplos que pones, lo que les daría el valor añadido es que son obras religiosas; quiénes las esculpieron era irrelevante porque estarían siendo ‘inspirados por dios’. Sin embargo, en las culturas menos religiosas se valoraría más al artista (por ejemplo, en la Grecia clásica) o la antigüedad de la obra.
Hombre, es que, visto así, fetichismo, no es más que una forma más suave, de decir «sacralización». Esto es: otorgar valores simbólicos, mágicos, a un objeto. Sin embargo, insisto, no siempre ha sucedido con el arte.
Antiguamente, por ejemplo, se podía destrozar un templo romano para usar sus columnas en una iglesia. Sustituir un capitel de tal tipo por otro, construir encima de un edificio anterior… no había esta conciencia de «patrimonio artístico», y mucho menos referido a las obras contemporáneas de la época. El vaticano cubría con hojas de parra toda escultura que llegase a sus manos, por poner otro ejemplo. El arte era más valorado por su mensaje, así que si el mensaje no les gustaba, se podía cambiar sin problemas. El objeto, en sí, no tenía nada de sagrado y la voluntad del artista creador, menos. De hecho, creo que Miguel Ángel fue uno de los primeros en firmar La Pietà, y no porque fuese algo habitual, sino porque había otro escultor que le hacía la competencia en la ciudad y quería hacerse auto-propaganda. Es más, la escultura fue expuesta antes de ser firmada. Solo cuando Miguel Ángel vio su éxito y temió que pudiese ser atribuida al otro escultor, decidió firmarla. La obra de muchos compositores barrocos o prebarrocos, por otra parte, apenas sí se conserva porque cada pieza se consideraba algo efímero, compuesto para una ocasión determinada… no tenía demasiado valor.
Estoy bastante convencida de que el carácter «sagrado» del arte es relativamente reciente, sobre todo si se refiere a los objetos. Llámalo fetichismo o llámalo x.
Pues si, puede ser fetichismo, pero no es lo mismo observar o tener un original que una copia. Yo no diría que es darle un valor mágico, lo llamaría valor intangible o subjetivo, un valor que en todo caso reside en el que observa, no objetivo. Ocurre como por ejemplo en las subastas de objetos pertenecientes a personajes famosos. El objeto en sí, puede tener poco valor (un guante) , pero es la historia que hay detrás y el apego (o el deseo de poseer el objeto) que siente el comprador o compradores los que le dan el valor. De modo similar, en la escultura o el cuadro o el manuscrito, la partitura, o algo equivalente, sabes que es el autor el que ha transformado directamente el objeto en cuestión, lo que le otorga a mi modo de ver un valor (subjetivo) adicional que no posee la copia. En la fotografía, el arte digital, la arquitectura, música, vídeo, etc no existe análogo equivalente, pues no hay manipulación directa del artista sobre el objeto. De todas formas, ese valor subjetivo me parece igual de equivalente al que el que se le dá a la obra en sí en tanto que es el que observa el que le da el valor. A mí la mona lisa me parece una tontuná, y no pagaría ni cinco leuros por el cuadro, porque para mí no tiene valor, y ya puede venir el altísimo comisario del louvre a decirme lo contrario que le mando a freir esparragos. Vamos, que el valor es subjetivo o cultural más que real o intrinseco o divino.