La investigación científica: un símil

(Esta anotación se publica simultáneamente en Naukas)

El saber humano es como una casa con multitud de habitaciones. Unas son más grandes, otras más pequeñas, pero todas tienen su encanto. La mayor parte de las personas se pasean con desinterés, otras con displicencia, por un pequeño conjunto de salas. Otras van de aquí para allá, como abejitas, contando a todo aquel con el que se cruzan lo que sucede en las otras habitaciones. Los más raritos, incluso, le cogen cariño a una en concreto y hacen de ella su sala de estar.

Esta casa, nuestra casa, tiene unas cuantas peculiaridades. Por ejemplo, las habitaciones no tienen dueño ni puertas, y son todas exteriores. Aunque, realmente, esto da igual, porque tampoco hay ventanas. Tan solo está el muro exterior, compuesto de multitud de materiales: algunas zonas son de cartón, otras de madera, ladrillo e incluso de acero… pero es imposible distinguirlas, puesto que todo él está pintado de un solo color.

Pues bien, la investigación científica consiste en entrar en una habitación, acomodarte en ella, escoger un rinconcito del muro exterior y darle cabezazos hasta hacer un agujero. Con la convicción de que, por supuesto, detrás habrá más muro del mismo color aburrido.

Y, a pesar de todo, la casa, nuestra casa, ha pasado a ser un poquito más grande, y ese momento es impagable.

Un río de cláxones

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En ciertos países, los cláxones de los coches no sirven para expresar peligro o protesta. No tienen ningún significado concreto, de hecho. Más bien, cumplen una función fática. Algo así como «estoy aquí, te he visto y espero que me hayas visto porque las señales de tráfico son claramente insuficientes». Los cláxones solo constatan que existe un canal de comunicación y, por eso, su murmullo, construido a partir de brevísimos pitidos, es constante: como los carraspeos en una conversación, como los ahá o las risas aprobatorias.

Cebú es una isla alargada recorrida por un largo río de cláxones-carraspeo. La carretera principal une su mayor ciudad, Cebu City, con los extremos septentrional y meridional de la isla. Pero cuando hablo de ciudad y cuando digo carretera principal, es difícil que un europeo imagine este tipo de ciudad o este flujo de vehículos desordenado. Aunque Cebú City sí se parece bastante a un centro urbano, tal y como lo entendemos, no es posible determinar dónde acaba: las casas se siguen extendiendo a lo largo de esa carretera que hemos llamado principal, aunque tampoco resulte adecuado. El lugar donde me encuentro, Minglanilla, está claramente fuera de Cebú según la frontera estipulada y, sin embargo, de camino a la residencia, no pude saber en qué momento salíamos de Cebú o en qué punto comenzaba Minglanilla. En todo momento, hay viviendas que se amontonan en torno a esta carretera, sin plan urbanístico o autorización previa probable: como vegetación en torno a un ruidoso río.

La misma carretera resulta también caótica y, de algún modo, orgánica. Mi expectativa occidental nota la ausencia de estándares, de normas a las que atenerse, de una velocidad límite por abajo o, aunque no sería necesaria, por arriba: y es que en esta vía conviven lentamente coches, pequeños autobuses (multi cabs, como los llaman), motos y bicicletas con sidecar y sombrilla, transeúntes que se arriesgan a cruzarla e incluso algún que otro animal. No existen carriles, rótulos de ceda el paso, previstos o imprevistos. Solo pi-pi, moc-moc, y espero-que-me-veas.

Frente el ruido y el desorden, el lugar donde me alojo se me antoja como una especie de dique. El colegio Mary Help, justo al borde de la carretera, es una pequeña burbuja de jardines ordenados. Aquí los niños hablan inglés, visten sus uniformes blancos, caminan en fila y solo sudan porque no les queda otro remedio. De vez en cuando, a lo lejos, se intuye el sonido de los cláxones (pi-pi, moc-moc), pero es el eco de un río muy, muy lejano.

Para algunos de los alumnos, no obstante, este dique de contención es aún más poderoso que para otros: son las alumnas becadas o outreach students, como las llaman aquí. Estas niñas proceden de las zonas pobres de un país pobre. Alumnas que no tienen ningún recurso, que en muchos casos viven en chabolas, que están malnutridas o que perdieron su no-vivienda durante el tifón Yolanda. Es posible que ellas, más que nadie, encuentren aquí su dique de contención. Una forma de enfrentarse a la corriente de la pobreza: gracias a la educación, la única forma de romper su poderosa inercia.

Me voy a Filipinas

– Repelente giga fuerte, a prueba de trópicos.
– Permetrina para la ropa.
– Ropa de algodón clara.
– Mil tarjetas de memoria para la cámara.

No paro de repasar las listas y sus metalistas. No dejo de intentar convencerme de que lo importante ya está controlado. Me voy a tierra de monzones, entre un trópico y el ecuador (- repelente giga fuerte), a la isla de Cebú en Filipinas. Y me voy largo rato: 36 días lejos de casa, para realizar un voluntariado internacional con la ONG Madreselva.

Mi función allí será documentar los distintos proyectos de recontrucción que se están llevando a cabo en la zona. Esto significa que grabaré vídeos, tomaré fotos (- mil tarjetas de memoria), escribiré todo lo que pueda. Pero, sobre todo y como buena esponja, creceré: recopilaré historias, conoceré lugares, aprenderé puntos de vista. Miraré de cerca lo que cada día, desde tan lejos, nos resulta invisible: esa otra versión de la historia que nunca es lo bastante interesante como para perdurar en el telediario.

Estoy un poquillo acojonada (el dengue, la convivencia, el tiempo…), un poquillo nerviosa, con muchas ganas de volar. Como entrenando los párpados para abrirlos al máximo mientras esté allí. Si la situación me lo permite, compartiré de cuando en cuando lo que vean, con algún post. Si no, espero relatarlo con detalle a la vuelta.

– Escribir post 

¡Me voy! :)

El misterio de los termómetros madrileños

Ayer tomé esta foto:

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Concretamente aquí. Risas, jijí, jajá, foto y gracieta en Twitter. Hasta aquí todo bien. El caso es que lo comento esta mañana de pasada en el despacho y un compañero me dice que en Gran Vía hay uno de estos que siempre marca esa misma temperatura: -173 ºC. Y otro dice que enfrente del Museo del Prado también, lo mismo. Busco en Google y me encuentro con esto, esto, esto y esto (donde, en los comentarios, alguien reporta otro caso). Y me encuentro con este artículo de Microsiervos:

Recibimos este genial WTF al menos dos o tres veces al día: parece que las ciudades están plagadas de termómetros que marcan -173 grados centígrados sin razón aparente (porque hace frío, ¡pero no tanto!).

La pregunta cae por su propio peso: ¿por qué? ¿Es la temperatura por defecto de estos luminosos cuando están sin configurar? ¿Es algún truco publicitario para que la gente saque fotos? ¿Algún tipo de nueva tradición rara? ¿Es una conspiración mundial? ¿Una clave secreta de los masones? ¿La segunda venida de Jesucristo? ¿El apocalipsis? ¿El milenarismo? ¿POR QUÉ?

Refrigerando un Raspberry Pi

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El propósito de esta entrada es doble: 1) dejar anotados los pasos que he seguido por si en algún momento yo mismo necesito consultarlos y 2) que cualquier poseedor de un Raspberry Pi que quiera hacer algo así encuentre todo lo necesario reunido en un mismo lugar. El resto puede dejar de leer aquí mismo.

El Raspberry Pi, entre otras muchas cosas, es una excelente solución de bajo consumo y silenciosa para tener en casa un servidor personal más que digno funcionando las 24 horas. Sobre estas líneas veis el mío en su estado actual. Está conectado doblemente al router blanco que se ve detrás: lo alimenta a través de una salida USB y le proporciona conectividad Ethernet. Además, se ven dos unidades USB conectadas:

  • La de debajo, pequeña y blanca, que apenas se ve, contiene el sistema operativo. Antes lo tenía en la tarjeta SD, pero al poco tiempo se acabaron corrompiendo los archivos porque escribía bastante. Mi decisión fue dejar el boot en la SD, que se cambia muy de vez en cuando, y trasladar el resto del sistema a una unidad flash: ese USB. Desde entonces, ningún problema.
  • La unidad de arriba es simplemente de almacenamiento, tal y como se puede deducir de ese «128G».

Este servidor me proporciona acceso a la red de casa desde el exterior y, además, hace de centro de descargas y servidor de archivos, puesto que lo tengo funcionando ininterrumpidamente. El problema era que abrir un gran número de conexiones en redes P2P es exigente de cara al procesador y esto hacía que se calentara mucho: subía de los 70 ºC. A continuación, explico cómo añadir refrigeración mediante un ventilador con velocidad controlada en función de la temperatura.

En realidad es muy sencillo. Se puede optar por escoger un ventilador y modificar una caja de Raspberry o hacerse una a medida, pero ya hay soluciones precocinadas. Yo opté por este kit que podéis encontrar en eBay (por si en algún momento el enlace deja de estar disponible, algunas palabras clave: acrylic case with fan, heat sink, overclock kit). Contiene una caja de metacrilato a piezas, muy fácil de montar, con el agujero hecho y un microventilador de 0.5 W encajado. Dicha caja es muy compacta porque lleva el ventilador por dentro, muy cerquita de la placa, a diferencia de otras soluciones, y además la tapa es abatible (se puede abrir y cerrar una vez montada). También trae unos pequeños disipadores para pegar en los microcontroladores.

Con este kit sería más que suficiente. Conectando el ventilador al terminal de 3.3 V, la placa se mantiene a 35 ºC. No obstante, ni se requiere una temperatura tan baja ni es deseable que el ventilador esté permanentemente encendido a máxima velocidad, puesto que hace algo de ruido (poco, todo hay que decirlo). La solución es regular la velocidad en función de la temperatura. ¿Cómo? Con un simple transistor BJT como muestra la figura a continuación.

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Como se ve, el transistor NPN se coloca a continuación de la carga y su base se conecta al PIN 18 que nos proporciona una salida digital PWM, que no es más que una señal cuadrada cuyo valor máximo es 3.3 V y el mínimo es 0 V. Nótese que, cuando la señal se encuentra en su valor alto, el transistor tiene ambas uniones en polarización directa y trabaja en saturación: es un interruptor cerrado, la corriente fluye impulsando el ventilador. Por el contrario, cuando la señal se encuentra en su valor bajo, el transistor está en corte y no fluye corriente por la rama del ventilador.

Por tanto, basta con modular el porcentaje del tiempo que la señal digital aplicada a la base del transistor está en el valor alto, 3.3 V, para obtener el mismo porcentaje de la velocidad máxima del ventilador a dicha tensión. Y esto puede hacerse en función de la temperatura, con un programa que monitorice esta última y habilite la señal correspondiente a través del PIN 18. Afortunadamente, alguien ya ha escrito el código por nosotros y lo ha compartido amablemente. Lo he recogido aquí y el lugar de publicación original es este foro.