Sonata para móvil, tos, caramelo y palmas

El público murmura mientras hojea el programa. Comienzan a salir los músicos de la orquesta y arranca un tímido aplauso que se desvanece cuando todavía faltan los contrabajos, algunos metales y la percusión. Todos sentados; se hace el silencio. El concertino se levanta y comienza el paripé de la afinación. Ya han terminado cuando todavía se oye al oboe dando el coñazo con alguna virguería. Entonces sale el director; músicos en pie y público entregado, ahora sí, en un sonoro aplauso. Hace un gesto y se da la vuelta. Vuelve a hacerse el silencio.

Concentración máxima. Los instrumentos están en posición. La batuta se yergue en el aire amenazante y los músicos la miran mientras tensan todos los músculos del cuerpo. Se eleva acompañando el gesto del director, todos respiran al mismo tiempo, comienza a caer y entonces… la señora que está en la sexta fila comienza a sacar un caramelo de su envoltorio. Ha decidido que ese es el mejor momento para hacerlo y no tiene ninguna prisa. Tampoco parece que el caramelo esté por la labor de facilitar la tarea. El plástico se retuerce y cruje durante unos diez segundos que parecen eternos, hasta que finalmente cede y su contenido queda liberado. No contenta con ello, se dedica a hacer una bolita insostenible con el envoltorio; otros diez segundos, lógicamente, ante tan ardua tarea.

La música avanza, se abre paso. La magia sigue materializándose ante nuestros oídos. Llega un pasaje pianissimo. El viento-madera ejecuta una secuencia de acordes mientras las cuerdas aportan alguna floritura. Momento precioso y delicadísimo que un señor de la fila veintitantos ve como idóneo para preguntarle al espectador de su izquierda si vio el partido del sábado. Claro, es que en un forte no le oye bien.

El primer movimiento toca a su fin. Una coda brillante y sonora de una forma sonata. Con un ademán del director, la música cesa. Flota en el aire la resonancia de la sala y, en decenas de milisegundos, de nuevo el silencio. Y ahí comienza una carrera que dura centésimas de segundo. Un sector del público lucha por determinar quién es más rápido dando la primera palmada del aplauso. Han vuelto a meter la pata. El resto del público se lo recrimina mediante siseos, incluso el director tiene que hacer un gesto para indicar que se callen: el segundo movimiento, lento, va a comenzar y la atmósfera está totalmente rota.

Llega la parte melódica y los solistas comienzan a lucirse uno tras otro. El oboe conversa con la flauta, el fagot con el clarinete. La trompa también tiene su momento. Pero de repente hay una extraña mezcla de melodías. ¿Alguien ha entrado donde no debía? Ah, no, es el móvil del señor que está en los asientos laterales. Introduce la mano en su bolsillo y comienza la búsqueda. El tamaño del mismo es tal que ni siquiera le cabe la mano entera, pero, por alguna misteriosa razón, el móvil se ha escondido en algún recoveco insondable. Finalmente lo saca y se queda mirando el brillante LCD mientras el soniquete sigue repitiéndose, ahora con mayor claridad. Por fin pulsa el botón rojo y las miradas amenazadoras se tornan de nuevo hacia el escenario.

Está siendo un segundo movimiento maravilloso. Su escucha produce un placer sólo comparable al silencio que precederá al tercer movimiento, momento que servirá para paladear el recuerdo de los últimos minutos. Porque esta vez, afortunadamente, no volverá a repetirse el aplauso a destiempo. El segundo movimiento se esfuma poco a poco hasta que desparece por completo. Y es en ese preciso instante cuando un veinte por ciento del público decide que es una buena ocasión para dar rienda suelta a su repentina tuberculosis. Tosen como si se acabaran de tragar una piscina olímpica.

Tras un interludio completo de expectoraciones varias, no hay tiempo para más y comienza el tercer y último movimiento. La viveza del Rondó anima a la gente, que se dedica a componer su propia fuga de toses —a modo de sujeto— y cuchicheos —a modo de respuesta—; dos filas más allá, contra-sujeto y contra-respuesta; unos estrechos en el segundo anfiteatro.

El concierto ha llegado a su fin. Ya no sé ni cómo lo ha hecho la orquesta… pero a esos músicos hay que aplaudirles, aunque no sea más que por lo que han aguantado. Apenas ha arrancado el aplauso cuando una horda de jubilados con dinero y sin aficiones ya se ha levantado del asiento y se dispone a abandonar el auditorio. No me extraña.

7 comentarios sobre “Sonata para móvil, tos, caramelo y palmas

  1. Tristemente es así. Aunque la manera de contarlo es muy… ¿poética?
    Y es que, como dices, la señora del caramelo, los que aplauden cuando no debe y las toses contagiosas son algo que no falta en ningún concierto que se precie. Lo del móvil se ve cada vez menos, pero también pasa.
    Y hablando del dichoso móvil, ahí va un vídeo que tengo guardado en los favoritos de YouTube, que es una mezcla entre un toque de atención para el público, y un despilfarro de arte y humor por parte de los músicos:

    http://www.youtube.com/watch?v=GaIQiJSluYo

    Una manera graciosa de comenzar un concierto, ¿no? ;-)

  2. La semana pasado, en un concurso coral, un niño llorando durante toda una pieza. Lo de llevar bebés a un concierto ya me parece cuestionable, ¡pero a un concurso! ¡que esa gente no lleva meses preparándose para que les jodas la competición porque quieres llevar al niño!

    ainsss

  3. Pero luego los hijos de la gran puta se indignan cuando les llamas la atención, incluso te dicen que eres un maleducado y amagan con llamar a seguridad o con un «no sabe con quién está usted hablando»; claro que lo hacen por que ELLOS si que ignoran con quien están hablando

  4. Fantástico artículo, tocayo, toda una sinfonía de disgustos orquestales en la oscuridad. Finalmente dan ganas de quedarse en casa y escuchar el disco más que el directo, ¿verdad?
    Muy bueno también el vídeo que envía Álvaro: ¡brillante interludio!

  5. Para el próximo, ya te dejo unas gafas de visión nocturna y un rifle de francotirador… jajajaj

  6. Yo por eso he dejado de ir a misas solemnes y a conciertos de música clasica. No he conseguido autohipnotizarme para mantener la inmovilidad absoluta, al modo de las estatuas vivas callejeras.

    No comprendo cómo se las arreglaban hace dos siglos, cuando la gente se movía, entraba, salía y hasta comía tentempiés tan pichi.

  7. Permitidme hacer de abogado del diablo: es una absoluta excepcion lo que ocurre en los ultimos 50 años de musica. En los 1000 anteriores la gente en los conciertos hablaba, bebia, se levantaba e iba y volvia. No es aquello de ‘te aguantas, que para eso te pago’ sino ver la musica de una manera mas festiva y no solo y exclusivamente como un ejercicio intelectual. Insisto, no es esta mi opinion pero creo que tienen su parte de razon quienes opinan de esta otra manera.

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