(Esta anotación se publica simultáneamente en Amazings.es)
De pequeña solía pasar miedo por las noches. No es que el temor a la oscuridad sea extraño en los niños pero en mi caso, además, tras las cortinas se ocultaba la temible protagonista de la primera historia de miedo que recuerdo haber escuchado: una monja tirana y decapitada –supongo que hasta para elegir mis fantasías infantiles me tocó ser un poco anticlerical—. El caso es que, como la p* monja acosadora empezaba a afectar seriamente mis horas de sueño, decidí inventarme poco a poco los motivos por los que esa noche, a esa hora, no podía estar ahí. Le impuse, por ejemplo, que sólo pudiese aparecer en las noches de tormenta. Las noches de tormenta, que sólo viniese si era viernes, y los viernes de tormenta, sólo si llevaba el pijama azul y si llevaba el pijama azul… siempre podía cambiarme de ropa o agregar una nueva condición la lista. A fin de cuentas, si yo me había inventado a la monja, yo podía controlar las normas que regían su comportamiento. No es como si la monja o algo “real” de toda aquella historia fuese a venir algún día para llevarme la contraria.
Una de las facetas más fascinantes del pensamiento mágico, de todas las supersticiones, mitos y religiones es, precisamente, el “rito” o la “teología” que llevan asociados: el conjunto de normas y comportamientos arbitrarios que se formulan para tratar de regular lo imaginario. Estas normas no tienen por qué tener coherencia, no tienen por qué seguir ninguna lógica (aunque suelen encajar bien en la narrativa de turno): sólo deben dar respuesta a la impotencia del creyente ante lo que, de todos modos, nunca tendrá que enfrentar. Pero precisamente su maleabilidad plantea un grave problema y es que… cualquiera podría formularlas.
Para ser “espiritual” no hace falta hacer un doctorado. Un niño con miedo a la oscuridad puede aprender a exorcizar sus monstruos y el deísta, con su dios personal, es capaz (oh blasfemo) de raparle la barba o afirmar que es negra. Como nada “real” vendrá a llevarles la contraria, cualquier creyente puede optar por el rezo o los cirios mágicos, decidir que las cartas son efectivas pero los cristales curativos no.
La facilidad para inventarse nuevas “normas” y la imposibilidad de rebatirlas o confirmarlas es lo que lleva a la pluralidad de supersticiones, religiones y cismas. Por eso, la mayoría de los seres mitológicos con suficientes fieles terminan por contratar “Representantes”: los responsables de transmitir la Verdadera Verdad sobre la ficción. Los Elegidos, con más sensibilidad mística que tú o que yo. Cómo saber, sin ellos, qué opina Dios sobre los condones o cuántos “Padrenuestros” vale un pecado venial. Cómo contactar con el espíritu de la abuela, sin la acreditada médium y la mandrágora del ritual. Cómo determinar si esa alucinación era “el futuro” (el Verdadero y Auténtico, el que no sabemos que nos hemos inventado) si no nos acompañaba el chamán.
Cualquier mitología con suficientes fieles debe impedir, ante todo, que sus creyentes puedan usar un criterio propio. Por eso, a falta del dictamen del Representante de turno –o de un apoderado interficcional con autoridad para coordinar las distintas mitologías-, pueden llegar a producirse situaciones… curiosas. Hace poco conocí a un tipo que movía cada mañana sus muebles, porque lo que le recomendaba su posturólogo sobre las sillas no era compatible con el feng shui de la habitación. Mi abuela suele ver misa por la tele pero, aun desde casa, se arrodilla, sienta y se levanta frente a la lustrosa pantalla plana del salón. Al parecer Dios puede llegar a sus fieles a través de la TDT, pero no si los pilla en la postura inadecuada…
Quizás lo más divertido del pensamiento mágico organizado es que no solo exige creer ciegamente en lo indemostrable, sino confiar en que existe una receta para controlarlo y que unos pocos elegidos mágicamente la conocen. Por mi parte, sólo cruzo los dedos por que el FSM no me exija nunca un comportamiento contrario a los preceptos de Thor. Literalmente, no sabría qué pensar…
[…] De pequeña solía pasar miedo por las noches. No es que el temor a la oscuridad sea extraño en los niños pero en mi caso, además, tras las cortinas se ocultaba la temible protagonista de la primera historia de miedo que recuerdo haber escuchado: una monja tirana y decapitada –supongo que hasta para elegir mis fantasías infantiles me tocó ser un poco anticlerical—. El caso es que, como la p* monja acosadora empezaba a afectar seriamente mis horas de sueño, decidí inventarme poco a poco los motivos por los que esa noche, a esa hora, no podía estar ahí. Le impuse, por ejemplo, que sólo pudiese aparecer en las noches de tormenta. Las noches de tormenta, que sólo viniese si era viernes, y los viernes de tormenta, sólo si llevaba el pijama azul y si llevaba el pijama azul… siempre podía cambiarme de ropa o agregar una nueva condición la lista. A fin de cuentas, si yo me había inventado a la monja, yo podía controlar las normas que regían su comportamiento. No es como si la monja o algo “real” de toda aquella historia fuese a venir algún día para llevarme la contraria. […]
Un muy buen articulo, ha sido de gran gusto visitarte.