La revolución ya no es posible (3)

A los 16, yo iba a ser Presidenta de España. Éso como primer paso para cambiar el mundo, claro. Podéis pensar que la mayoría de los adolescentes tienen más o menos las mismas expectativas, pero mientras la mayoría conciben la posibilidad de que esto no suceda, en mi caso la convicción era tan rotunda, tan innegable, que haber dudado de ella por un instante hubiese supuesto una traición imperdonable a mí misma. En cierto sentido, esa traición toma forma y se materializa en estas palabras que ahora escribo (no sin cierta tristeza), pero sé que se ha fraguado durante años a partir de experiencias que según se mire, me hicieron madurar o me desilusionaron y derrotaron. A estas alturas, ¡mierda!, yo también soy una cínica.

Los ecos del Congreso

Sin duda, una de esas experiencias aunque no la única, fue la visita al Congreso de los Diputados, impulsada por mi profesor de Filosofía de primero de Bachillerato. Os podéis imaginar el panorama:

Mientras un diputado se dirigía a la Cámara desde su atril, el 90% de los escaños permanecía vacío. Del restante 10%, la mitad de los diputados leía ditraídamente el periódico y otros tantos hablaban entre ellos o utilizaban sus teléfonos móviles. Claro, a nosotros, dieciseisañeros ilusos e inexpertos, se nos cayó el alma al suelo. Más tarde nos explicaron que en general sólo iba un diputado de cada partido a las sesiones, pues gracias a la disciplina de voto, que hubiese 50 pares de orejas escuchando un debate resultaba redundante cuando todas iban a opinar lo mismo. Pero entonces, me pregunto: ¿Para qué tanta pantomima? ¿Para qué fingir un debate parlamentario, con sus discursos a favor, en contra, enmiendas etc. si realmente nadie escucha a nadie, si todo está decidido de antemano, si cada partido ya sabe lo que votará? ¿Por qué mantener el protocolo, la forma, cuando ya no existe ningún contenido?

Recientemente, la desidia de los diputados ha comenzado a aparecer en los medios a partir del gran absentismo de los diputados durante la sesión de control al Gobierno del pasado 29 de octubre. Parece que los problemas no existen hasta que no salen en la tele. Y entonces cobran ese sutil aire irreal e irrelevante, que les permite aparecer entre anuncios de Ariel y ficciones de culebrón. Pero el absentismo señorial no es nuevo, ni se terminará cuando los periódicos ya no hablen de él. Tan seguros están los diputados, que no sólo no corrigen su actitud, sino que se pavonean y se mofan ante el justamente defraudado ciudadano, mientras a éste no le queda más remedio que pagar y callar.

4 comentarios sobre “La revolución ya no es posible (3)

  1. Esto me recuerda Brave New World (Revisited), cuando Huxley habla de la caída de la democracia, pero no en la forma, pues se mantendrá con sus elecciones, su parlamento, senado, y todo su paripé, sino en el fondo, donde no habrá debate y siempre mandará el mismo perro con distinto collar. Una dictadura refinada, pues no hay posibilidad de salir de la misma: ¡bendita sea la democracia, señores!

  2. lelere…
    No he leído ese libro, la verdad. Pero por lo que cuentas tiene buena pinta ¿no? A fin de cuentas de eso trata un poco este auge de la burocracia que nadie lee porque es redundante, puro protocolo y no dice nada

  3. […] CIU. ¿Para qué queremos más voces que no aporten nada al debate? Sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que ya aportan los actuales 350 diputados a la actividad del Congreso. Casi bastaría un diputado por fuerza política cuya opinión pesase tanto como su número de […]

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