La disposición de una orquesta sobre el escenario se entiende históricamente por adición paulatina. A partir del cuarteto de cuerda, multipliquemos las voces para obtener una orquesta de cuerda. Oboes y trompas dan color; quizás un par de timbales al fondo para reforzar ciertas partes. Las trompas se hacen a un lado para dejar sitio a más viento madera: flautas, fagotes y clarinetes; detrás, las trompetas. Los trombones son excelentes para determinados efectos, hasta que se convierten en miembros de pleno derecho gracias a Schubert. Tuba, más y más percusión —en general, más de todas las voces—, y finalmente obtenemos la gran orquesta romántica que seguimos manteniendo hoy en día.
Las variaciones dentro de este marco responden a diferentes criterios. Hay criterios más objetivables, principalmente acústicos, como el de agrupar los graves en la misma zona derecha (desde la perspectiva del director y el público) donde se sitúan tradicionalmente cellos y contrabajos. Otros son más subjetivos y pueden venir de parte del director o el compositor. En cualquier caso, no se decide a la ligera: se deben tener muy en cuenta las interrelaciones, a todos los niveles, existentes entre todos los instrumentos, puesto que una mala disposición, como veremos en el caso de las trompas, puede tener consecuencias catastróficas.
Es bien conocido que, habitualmente, los trompistas que se quejan amargamente al ser colocados delante de los timbales. ¿Hay alguna razón de ser en esto? Las trompas tienen una peculiaridad importante. Así como el resto de instrumentos de viento, por construcción, se tocan con la campana orientada hacia adelante (trompeta, clarinete, etcétera) o hacia arriba (fagot, tuba), un trompista sostiene su instrumento de esa forma tan característica, con la campana hacia el lado derecho y ligeramente hacia atrás, con la mano en su interior. Esto las hace un blanco perfecto en el que las ondas sonoras procedentes de sus compañeros de atrás —percusionistas todos— impactan con dureza. Pero, ¿realmente esto puede perjudicar de alguna manera al intérprete? Tenemos una causa probable; ahora necesitamos un mecanismo físico que nos dé una explicación del posible fenómeno.
Los tubos de los instrumentos, en la dirección boquilla-campana, tienen dos propósitos fundamentalmente. El cuerpo actúa como un resonador para producir las diferentes notas. La campana, por su parte, suaviza el paso del aire del cuerpo al exterior y mejora la radiación del sonido; la proyección, diría un músico. Este elemento, en apariencia insignificante, es muy importante sin embargo. Las paredes del instrumento imponen unas restricciones obvias al paso del aire, mientras que, al salir del instrumento, estas desaparecen. La campana no hace otra cosa que hacer esta desaparición más progresiva, a esto nos referimos con suavizar. De esta forma, se evitan en la medida de lo posible efectos turbulentos indeseados en la circulación del aire. Un instrumento de viento sin campana es percibido por el ejecutante como más duro, con mayor resistencia a la emisión.
Como nota al margen, ¿por qué una flauta travesera no tiene —no necesita— campana entonces? Muy sencillo: el aire no fluye —principalmente— por el cuerpo, sino que la mayor parte rebota en la boquilla y sale por el mismo bisel por el que se introduce. Es ahí donde hay que tratar de suavizar la salida.
Volviendo a la trompa, ¿cómo actúa el cuerpo de un instrumento en la dirección opuesta a aquella para la que está pensado? Pues fundamentalmente igual: la campana recoge, adapta, suaviza —esta vez, del espacio libre hacia el interior, como una oreja o una trompetilla para sordos—, y el cuerpo transmite las vibraciones hacia la boquilla. Serían estas perturbaciones en la propia boquilla las causantes del malestar de los intérpretes. Podemos encontrar numerosos testimonios —como el del afamado Gunther Schuller, trompista y autor de un tratado de referencia para este instrumento— que reportan que el golpeo de un timbal produce cortes y carraspeos en las notas emitidas por el trompista, se siente «como un puñetazo en la boca» y puede afectar a la resistencia del propio músico.
¿Hasta qué punto esto es así? ¿Son los trompistas unos quejicas? Nada de eso: hay datos científicos que lo confirman. Se trata del trabajo The effect of nearby timpani strokes on horn playing, publicado este mismo año en el Journal of the Acoustical Society of America. Dicho trabajo está centrado en dos propósitos: hallar la función de transferencia a la inversa —dirección campana-boquilla— de una trompa (enseguida pasamos a explicar qué diablos es esto) y estudiar el efecto del golpeo de un timbal en diferentes parámetros del sonido del instrumentista, como la amplitud, estabilidad y afinación.
La función de transferencia es un concepto muy potente y útil para físicos e ingenieros. Sin entrar en muchos detalles, se trata de la descripción matemática de cómo un sistema, visto como una caja negra de la que no nos importa qué hay dentro y qué hace, afecta al paso de algo a través del mismo. Más concretamente, es lo que sale de un sistema cuando a la entrada hemos puesto un pulso instantáneo de amplitud infinita (que además tiene nombre: Delta de Dirac). Esto es así porque, si analizamos matemáticamente dicho pulso, vemos que tiene el mismo nivel de energía a todas las frecuencias posibles, por lo que poseemos la información completa y perfecta de nuestro sistema: qué le hace a cualquier frecuencia que se le introduzca.
Pero un momento, un momento… ¿he dicho «pulso instantáneo de amplitud infinita»? ¿Cómo es posible eso? Evidentemente, no lo es: es una descripción matemática, no física. Lo mejor que tenemos en la realidad es un golpe muy corto y muy fuerte. En el caso que nos ocupa, el sistema, la caja negra, es la trompa. La entrada es la campana y la salida es la boquilla. Por tanto, para medir su función de transferencia, basta con producir un sonido —un ruido, un golpe, mejor dicho— fuerte y breve, y grabar y analizar qué llega a la boquilla. ¿Os suena a algo? ¿A golpe de timbal, quizás?
Los resultados del estudio muestran sin lugar a dudas que la trompa recoge y comprime las ondas de presión sonoras (recordemos que el tubo es cónico) hasta llegar a la boquilla, donde se da una ganancia de hasta 26 dB. Esto es, las vibraciones se van intensificando considerablemente al viajar hacia la boquilla. No es que estemos fabricando energía de la nada, al contrario; de hecho, hay pérdidas. Lo que ocurre es que partimos de una superficie muy grande, la campana, que recoge energía y la transmite hasta una superficie muy pequeña, la boquilla. Y, por supuesto, los autores han comprobado que los efectos en el trompista pueden ser muy perjudiciales: irregularidades en la amplitud del sonido que persisten durante segundos, desafinaciones y notas que llegan a cortarse si el matiz es piano, consecuencias que se ven acentuadas cuando la nota del timbal es próxima a la que produce la trompa —cosa que sucede habitualmente—.
Y he aquí lo prometido. Se hace evidente que conseguir un buen sonido orquestal tiene más ciencia detrás de lo que pudiera parecer en un principio, y eso que lo descrito aquí es tan solo una pincelada de todos los problemas que surgen al tratar de coordinar y combinar decenas de instrumentos tan diferentes entre sí. Espero que, la próxima vez que asistáis a un concierto de música clásica —y, en general, de cualquier tipo—, estos detalles sean un añadido a vuestra experiencia a la hora de valorar y disfrutar de la música.
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