Crónica del concierto

Almuñécar concierto

Después del delirio llega la calma. Ha sido una semana intensa y ahora que todo ha terminado, recuerdo nuestro viaje como una fiebre vibrante y acelerada. Einstein no tenía ni idea: la única forma de curvar el tiempo, de alargarlo a nuestro gusto, es inyectándole adrenalina.

Llegamos a Salobreña el domingo a las ocho de la tarde y el mar nos esperaba frente a la furgoneta. Está bien, está muy bien eso de pisar las olas. Sirve para recordarnos lo pequeños que somos, para poder descansar tranquilos. Paseamos un rato por la playa y nos llenamos los pulmones de sal y arena. Hacía ya casi un año que yo no veía el mar. Cómo diría el primero que se lo encontró delante: ¡Madre mía, cuánta agua! Qué amplitud, qué descanso… y otra ola.

Reciclados y redimidos, volvimos a calzarnos. Caminamos hasta el piso que habíamos alquilado para pasar la noche. Cena con tortilla y excursión nocturna: Salobreña tiene un castillo escarbado en la montaña. Desde su cumbre alumbra paternalmente al resto del pueblo y permite que le trepen por la espalda el musgo y las casas blancas, típicas de Andalucía.

El lunes, día D, transcurrió sin demasiada literatura. Por la mañana tuvimos ensayo, por la tarde, más de lo mismo. Sólo a medio día pudimos bañarnos en el mar. El Mediterráneo para mi gusto, tiene muy pocas olas; está domesticado. Por fin a las ocho de la tarde, ya preparados, revestidos y repeinados, dejamos de probar el piano y el auditorio comenzó a llenarse. Un periodista de un semanario local vino a hacernos una entrevista, todo un caramelo para nuestro ego. Por lo demás, la rutina de siempre: los nervios agarrándose al estómago y las tonterías de turno detrás del escenario (¡en esta ocasión teníamos hasta camerino!), mientras los demás compañeros tocan. Uno a uno salimos al escenario, nos quitamos el peso de encima, regresamos al camerino sonrientes. La cosa salió bien y además tuvimos un público de lujo: en la costa todo son ingleses y alemanes, tocar en Almuñécar es como viajar al centro de Europa.

Y después del delirio, la calma; rehacer el equipaje y ponernos en camino. La noche del Lunes la pasamos en Granada. Dormimos poco, sólo después de apagar los restos de euforia con la cerveza y la música de los bares de la ciudad. A las tantas de la madrugada regresamos, esta vez, a un albergue y nos acostamos con la tristeza de saber que el siguiente, volvería a ser un día normal.