¡Oh! We’re africans we need «aid», we don’t need jobs.
(Dambisa Moyo, economista procedente de Zambia, ayer, en el congreso El Ser Creativo, satirizando la arrogante actitud de los occidentales hacia otros continentes y sus «ciudadanos de segunda»)
Artículos de opinión e idas de olla varias, en su mayor parte sobre temas de política y sociedad.
¡Oh! We’re africans we need «aid», we don’t need jobs.
(Dambisa Moyo, economista procedente de Zambia, ayer, en el congreso El Ser Creativo, satirizando la arrogante actitud de los occidentales hacia otros continentes y sus «ciudadanos de segunda»)
Año 2012. ETA lleva a cabo el proceso de desarme bajo la supervisión de un organismo internacional. Los barones del PP declaran que esta «pantomima» resulta insuficiente mientras no anuncien su disolución, muestren arrepentimiento y pidan perdón a las víctimas.
Año 2016. ETA anuncia su disolución completa y definitiva. Los barones del PP declaran que «eso no se lo cree nadie» puesto que tres años antes entregaron las armas, pero todavía tienen cuchillos de sierra en las cocinas de sus casas. Califican la ausencia de arrepentimiento del comunicado como «sospechosa» y los parlamentarios del PP del País Vasco solicitan más ayudas públicas para contratar escolta privada.
Año 2027. ETA muestra su profundo arrepentimiento al pedir perdón a todas las víctimas y, en especial, a sus familias. Los barones del PP declaran que el comunicado solo muestra «palabras vacías sin ningún valor» y que ellos ya advirtieron en 2015 de que lo de la disolución era una «mentira» y una «farsa». Añaden que ETA está más fuerte que nunca.
Año 2029. Los exmiembros de ETA, ante las dudas generadas sobre su situación, comienzan a exiliarse a distintos países del mundo. Los barones del PP ven en ello una estrategia para lanzar un ataque terrorista masivo a nivel global con la ayuda de Al-Qaeda. Piden la ilegalización de Bildu por su vinculación con el terrorismo internacional.
Año 2031. Los exmiembros de ETA se hacen el harakiri y lo retransmiten por streaming. Los barones del PP comparecen ante la prensa durante media hora sin saber qué decir. Horas más tarde, enloquecen e irrumpen en el Congreso a punta de pistola.
No es ninguna noticia que la publicidad, tal y como la conocemos, está de capa caída. La televisión cada vez tiene menos audiencia y cada vez más fragmentada, la gente ya no compra periódicos, la radio ya era hace años para los románticos. A los receptores de todos estos mensajes, en general, les ha dado por girar sus cabecitas hacia Internet. Y eso significa que los publicistas viven actualmente en un periodo de cambio repentino que no sólo atañe a los formatos sobre los que solían trabajar, sino también a cómo la gente se relaciona y recibe esos mensajes. La gente ya no se rinde (o se rinde menos) a la voz anónima y unilateral del televisor dedicada a susurrarle las bondades de Contrín. Cada internauta recibe ahora la información, preferentemente, a través de las redes sociales, de las recomendaciones de sus conocidos, lo más retweeteado o facebookeado: ese es el nuevo medio.
Pero el nuevo medio tiene un grave problema y es que, en principio*, no se puede comprar: es un medio que «se gana». En principio, nadie va a compartir una información que no le interese, nadie va a dedicarse a enviar gratuitamente spam. En este nuevo medio, el espectador es quien decide el alcance de una campaña, la popularidad de un proyecto y, por ello, los publicistas se ven obligados a generar, cada vez más, contenidos: cosas interesantes «per sé», más allá de la mentira sobre el producto de turno. Desde este punto de vista, quizás los publicistas se estén convirtiendo en creadores puros bajo el mecenazgo de ciertas marcas, quién sabe. Esto no les quitaría el papel de «servidores que le limpian la cara al Demonio Capitalista», pero haría su profesión aún más atractiva de lo que ya es. Y a fin de cuentas, quién no está en este sistema al servicio de ese Demonio.
Pero volvamos de las ramas al asterisco: en principio*, la notoriedad en las redes sociales «se gana» con la simpatía o el interés de aquellos que reciben un mensaje. A no ser, claro, que esos receptores sean tan poco escrupulosos como para aceptar que otro les vomite su propaganda a través de la garganta. Y aquí es donde el PP está de suerte, porque al parecer tiene seguidores con criterios de higiene bucal realmente laxos. El equipo de comunicación del Partido Popular ya no tiene que preocuparse por transmitir buenas ideas, por redactarlas de forma atractiva o por generar, en fin, contenidos. Gracias a una campaña apodada cariñosamente en twitter como #prostituit, miles de usuarios de twitter y Facebook cederán amablemente sus bocas y sus identidades para vomitar, sin filtros, la propaganda que elija el Partido. Con dos consecuencias inmediatas: por un lado, el ficticio emisor del mensaje (el usuario que cede sus cuentas) no tiene ningún control sobre aquello que supuestamente está diciendo. Por otro, el receptor no tiene forma de identificar al verdadero emisor (que no es el muñeco sino su ventrílocuo), a saber: el Partido. Y todo ello, con la ventaja añadida de que el receptor no activará los mecanismos de filtrado habituales que utiliza ante lo que identifica como «propaganda» (sobre todo teniendo en cuenta que no mucha gente está al tanto de toda esta campaña).
Pero más allá del fraude que esto supone y la indudable publicidad engañosa, lo que más me sorprende es la elección de aquellos que ceden voluntariamente sus cuentas. Suele decirse que la derecha no vota, «ficha». Pero más allá de la suspensión del juicio crítico, de la adhesión incondicional a un mensaje… me sorprende el menosprecio por la propia identidad, la despreocupación con que se plantea una campaña semejante. Ya existen mecanimos para que los afiliados a una organización difundan sus mensajes: retwittear, compartir en FB. En estos casos, no existe confusión porque el verdadero emisor puede encontrarse siempre al final de la cadena de ecos. Pero #prostituit va un paso más allá. Es la despreocupación de quien no cree tener que responder por lo que dice, de aquel a quien le preocupan tan poco sus palabras, que le presta su boca a otro para que las pronuncie. Es una irresponsabilidad (además de una cochinada).
Una representación es una ficción que produce realidad
(Félix de Azúa define «representación» en su Diccionario de las artes)
Toda representación es posible gracias a la aceptación tácita de una mentira necesaria para real-izar aquello que sólo es ficticio (a veces, una abstracción). Se entiende así que no sólo Hamlet, sino también las naciones y Dios necesiten representantes. La ficción dura mientras todos los participantes, incluído el público, la acepten como real, mientras decidan compartir y acatar las normas del juego. Entre tanto, DiCaprio podrá ser Romeo siempre que lleve las polainas. Urkullu (o Arnaldo Otegi o la AVT) podrán contarnos los deseos del «pueblo vasco», declamando sobre el nudo de su corbata. Así también, Benedicto XVI, un viejo por lo demás bastante flácido y paliducho sin su báculo y su mitra, puede dictaminar los designios de Dios. Puede, incluso, cantarnos sus espectaculares ofertas de verano: «absolución de los pecados», «Cielo express: conexión directa con el Señor», «¡¡Perdón para las abortistas!! (promoción limitada)». Todo sea por el bien de su gran función, no vaya a ser que se complete el aforo (cosa que viene pasando).
Y no me parece mal, que conste. Siempre fui una gran amante del teatro. Gracias a él he sido monja, pastorcilla, nazi y flor (cómo molaba el cole). Las rebajas de ficción son lo mejor, sobre todo en ciertas librerías. Las que me tocan las narices son las otras: las rebajas de verdad las que, ¡oh novedad! van a salir de las arcas públicas. Me toca las narices tener que pagar cinco veces más en el metro por no viajar alucinada por Madrid. Me toca las narices que se hayan gastado 25 millones de dinero público, sin contar con los beneficios fiscales (hasta el 80%) concedidos a las empresas privadas patrocinadoras de la función. Me toca las narices la cesión de espacios públicos, las entradas gratuitas del Reina Sofía, los descuentos al por mayor…
Coño, que yo en el cole me pagué el disfraz de margarita. ¿Alguien me explica por qué Dios habría de ser especial?

(Esta anotación se publica simultáneamente en Amazings.es)
He pasado dos semanas alucinantes recorriendo el Ártico a bordo de la expedición Arctic Tipping Points (un proyecto financiado por el 7º Programa Marco de la UE y el MICINN). Han sido dos semanas llenas de baches, a pesar de la calma irreal de sus aguas (como la de una bañera de mercurio), debido a los altibajos emocionales incesantes día tras días. Y es que la rutina del barco, creo yo, estaba diseñada con inquina: perfectamente planificada para que los tripulantes del Jan Mayen abandonásemos la expedición sin saber si reír o llorar. Cada día, las excursiones matutinas, los paisajes helados, los emocionantes avistamientos de ballenas, osos y morsas… eran sucedidos por conferencias y presentaciones científicas, donde se hacía imposible eludir que todo aquello está desapareciendo ante nuestros ojos. El Ártico, ese lugar encantado que acabamos de conocer, padece un cáncer de los graves. Valdría para un argumento de drama romántico hollywoodiense si no fuese tan real.
Y quizás ese fuese el problema: la realidad de toda esta historia. En altamar, rodeados de pruebas, probetas y razones, el cambio climático no se deja disfrazar de ficción. No es una película de miedo, un mero entretenimiento, ni siquiera una amenaza, o una noticia emitida durante 2 minutos en el telediario de la sobremesa que cesará en cuanto empiecen los anuncios. En el Ártico, más que en ninguna otra parte, el cambio climático es un hecho: visible e innegable día a día en el deshielo de los glaciares, en la desorientación de los osos polares, en la zona de hielo marginal polar que retrocede hacia un nuevo récord cada año.
Sólo así planteado, como hecho, resulta necesario buscar una respuesta a este problema inminente. De hecho, cada tarde, en las reuniones vespertinas del Jan Mayen, se hablaba de todos estos temas: de la lucha contra el cambio climático, de cómo hacer llegar mejor el mensaje a la sociedad, de cómo conseguir producir cambios significativos; de cómo mejorar el mundo, en definitiva. Eran conversaciones trascendentes, conscientes de su peso, pero sin el menor rastro de escepticismo (para variar).
La actitud habitual ante estos problemas, en cambio, suele ser la negación: en algunos casos porque se niega de entrada que exista el cambio global, un problema más o menos habitual que se soluciona con información. Pero pienso que la mayoría, simplemente, omite el problema. Como dice Carlos Duarte, investigador del CSIC, cambia de canal: bien porque lo considera ajeno o bien porque «tiene las alubias al fuego» y ahora mismo no lo puede atender. Sencillamente, el cambio climático se considera una cuestión menor, perfectamente prorrogable. Un «plus» al comportamiento del buen ciudadano: «no tires las colillas al suelo, cede tu asiento a la anciana de al lado, salva a las ballenas y recicla».
Esta actitud está claramente retratada en un icono del ecologismo como es el oso polar. A fin de cuentas, como se preguntaba uno de los compañeros de la expedición, el director de cine Tom Fernández: ¿para qué sirve un oso?, ¿a quién le importa que se derrita el Ártico? Preservar este tipo de ecosistemas parece una cuestión secundaria, una lucha abstracta por la belleza (siempre nos quedarán los museos con sus fotos), por la conservación de algo que no es útil para nosotros, sino Bueno y Bello en sí mismo quizás, pero perfectamente prescindible. Consecuentemente, se borran del anuncio otros elementos del ecosistema menos «bonitos»: los copépodos, las bacterias, el fitoplancton… independientemente de la función ecológica que puedan cumplir, está claro que tienen peor prensa.
Nada más lejos de la realidad: la lucha contra el cambio climático no es un Bien Moral. Tampoco una cuestión de elegancia o de civismo gratuito, ni la nostalgia de cuatro hippies enamorados de las ballenas. El Bien así planteado es prorrogable porque no tiene consecuencias (Dios perdona los pecados veniales). Todo lo contrario: la lucha contra el cambio climático es necesaria y urgente porque es interesada y egoísta, en el mejor de los sentidos. Lo preocupante de que se deshiele el Ártico no son los hermosos paisajes, ni siquiera los osos, que, a fin de cuentas, pocos afortunados han visto o verán en directo: lo grave es que este delicado punto de inflexión, tan aparentemente alejado de nuestro cálido hogar, implica cambios irreversibles también a nivel global: implica consecuencias directas sobre nuestras vidas, sobre el equilibrio que ha posibilitado el desarrollo de la civilización que conocemos.