Existe una élite de señores con barba de tres días, gafas de pasta, peinados hacia atrás y con trajes caros que dicen que esto es arte:

En la foto, «Merda d’artista», de Piero Manzoni.
Y diréis: «¡Menuda mierda!». Pues sí, efectivamente. Mierda de artista, concretamente, «contenido neto 30 gramos, conservada al natural, producida y enlatada en mayo de 1961», presentada el 12 de agosto de 1961 en una exposición en la Galleria Pescetto de Albisola Marina y vendida a peso de oro. Pero ¡ojito con discutir el valor artístico de esta ¿obra?!, ¡incultos!, o los señores de antes se quitarán las gafas de pasta y os mirarán mal con su ceño fruncido. «Arte contemporáneo», lo llaman.
Esto, por supuesto, no es algo nuevo. Tanto el buen arte como las mierdas pinchadas en palos siempre han existido. Y con esto no estoy descalificando todo el arte contemporáneo, que nadie se lleve a engaño. Seguro que habrá, y las hay de hecho, obras buenísimas actualmente en todo ese mogollón. Pero, obviamente, convendréis conmigo en que todo lo que se hace no puede ser bueno. Y esa es la principal diferencia entre el pasado y el presente.
Hace, qué sé yo… doscientos años, por ejemplo, la gente expresaba sin tapujos lo que sentía al presenciar la obra. Las grandes creaciones de Beethoven, o de cualquier otro, tuvieron un éxito desigual en su época. Muchas de las obras que hoy consideramos grandes piezas de arte, en su día obtuvieron pitos en su estreno, e incluso insultos. Y no hay que remontarse hasta tan lejos en el caso de la música (que es el que mejor conozco), basta con leer las crónicas del estreno de la Consagración de la primavera, de Stravinsky. Hoy en día no. Los espectadores acuden a los auditorios y al final de cada obra aplauden como borregos, aunque no entiendan lo que han escuchado, aunque no les haya gustado; como así lo dicen unos señores con gafas de pasta…
Según lo veo yo, hay dos clases de «obras nuevas que no gustan»: las de gran calidad que «se adelantan» de alguna manera a su tiempo, que no se «entienden» todavía, por decirlo de alguna forma, y las que son un bodrio, una bazofia. La gran diferencia se encuentra en que, en el pasado, en primer lugar se producía el rechazo por parte del público de ambos tipos de creaciones, para luego pasar por un periodo de asimilación, en el que los bodrios siguen sin gustar y a las grandes obras se les reconoce su valor artístico; en el presente, todo pasa, sin filtros, todo se aplaude, se aparenta que todo gusta, y ahí están los autores de bazofia viviendo del cuento; y nosotros, pobres mortales, aplaudiendo como tontos.
Y todo este rollo viene a cuento de que acabo de descubrir lo único que hace reaccionar al público, lo único que le hace levantarse de su asiento y gritar: «¡Oiga, me está tomando el pelo, esto es de mal gusto!». Todo vale en el arte contemporáneo, salvo cuando se toca una fibra en particular. ¿No os imagináis cuál? Efectivamente, la religión.
El ayuntamiento de Nápoles decidió retirar de un museo una pieza expuesta que consistía en un crucifijo cubierto con un preservativo. La alcaldesa dijo:
«Está claro que, cuando falta la inspiración artística, se intenta hacer hablar de uno mismo con obras artísticas de pésimo gusto y que no respetan -como se debería- el sentimiento religioso de los ciudadanos (…) Naturalmente, cuando pido respeto hacia lo sagrado, me refiero a todas las religiones y no pretendo reducir la libertad del arte. Pero, repito, en este caso lo que falta es el propio arte, mientras reina el soberano pésimo gusto».
Ahí lo tenéis. Triste (el hecho de que tenga que tocarse la religión para que el público reaccione), pero así es.
Ya sabéis, un crucifijo con un preservativo no es arte (y estoy de acuerdo con ello), en cambio, esta y otras bromas por el estilo, sí:

No, no me he dejado la foto: es «Blanco sobre blanco», de Kazimir Malevich.