Buscando material para los clérigos, me he dado un paseo por las páginas de HazteOír y el Observatorio Antidifamación Religiosa: suelen esconder perlas humorísticas de incalculable valor, aunque conviene recorrerlas con un buen traje de neopreno, para evitar irritaciones. El caso es que en ambas hay un montón de artículos acerca de un «ataque» contra una iglesia de Majadahonda. Al parecer, el pasado 12 de julio, alguien arrojó siete artefactos llenos de gasolina potencialmente incendiarios sobre el tejado del templo. Obviaremos que se desconoce la autoría de dichos atentados (¿por qué «laicos», por qué no musulmanes o cristianos luteranos?) y que, quien fuera que lo hiciese, era lo bastante torpe e inexperto como para no lograr encenderlos (si esta era su intención), en cualquier caso, este tipo de actos son siempre condenables. Lo que me llama la atención de la noticia no es sólo el tono apocalíptico con que describe la persecución contra el catolicismo y el «odio antirreligioso» existente, sino, sobre todo, el modo en que usan la palabra «laicista»:
Atentado laicista contra la Iglesia madrileña de Santa Genoveva
[…] Según se denuncia en el blog de Santa Genoveva, esta Parroquia del municipio madrileño de Majadahonda sufrió este domingo el ataque violento del laicismo.
Para empezar confunden el concepto laicista («partidario del laicismo») o laico («1. que no tiene órdenes clericales» o bien, «2. independiente de cualquier organización o confesión religiosa»), con ateo («que niega la existencia de Dios») y, más que ateo, en este caso, anticlerical («contrario al clero»). Las diferencias son fáciles de apreciar: todos aquellos que no son partidarios de un Estado confesional (quiero pensar que una gran mayoría) somos laicistas. En su primera acepción el 99% de nuestra sociedad somos laicos, al no tener órdenes clericales. En su segunda acepción, mucha gente hoy en día, se podría considerar laica, al no ser practicante de ninguna religión determinada o interactuar en modo alguno con una organización religiosa. Algunos además, somos ateos, por no creer en dios, de los cuales, una minoría es anticlerical al oponerse a la existencia de las religiones, y, de entre ellos, presuntamente, hay un imbécil que el mes pasado tiró un montón de gasolina al tejado de una iglesia. Pero, señores de HazteOír, créanme, el laicismo no les persigue, ni les odia, ni les ataca.
De hecho, el laicismo es uno de los pilares de cualquier democracia moderna. Para que todos podamos decidir en igualdad de condiciones las leyes que nos atañen, independientemente de nuestras creencias, es necesario que el Estado no tenga que consultar estas leyes con ningún dios de turno. El lacismo es, por tanto, no sólo necesario sino altamente deseable, también para la Iglesia que, de este modo, no tiene que someter su doctrina al designio de las urnas.
Es en un Estado confesionalmente ateo o que niega la libertad religiosa, comos los Estados comunistas, donde se persigue la religión, no en uno laico. Sin embargo, no es la primera vez que oigo este adjetivo con un tono claramente despectivo. Expresiones como laicismo radical o laicismo intransigente son comunes entre nuestros señores obispos. Pero todas ellas carecen de sentido. El laicismo ha de ser radical, porque si Iglesia y Estado no son independientes hasta la raíz es porque siguen dependiendo en algún punto. No hay estadios intermedios: están juntos o separados, como en Barrio Sésamo. Si bien, la diferencia es fácil de apreciar, he elaborado estos sencillos gráficos explicativos.

Lo contrario, en cambio, sí puede suceder; hay grados y grados de unión:

Este Estado, desde luego, no está separado de la Iglesia, aunque sí menos unido a ella, en comparación con con otras obscenidades acontecidas a lo largo de la historia. Sospecho, por tanto, que cuando la Iglesia pide un Estado medio laico, lo que pide en realidad es estar más unida al poder, para poder obtener así los favores a los que está acostumbrada.