Eduardo Manostijeras, banda sonora de Danny Elfman

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Este año curso una asignatura de Cine y Percepción. Parte del desarrollo de la clase se basa en un blog donde tanto los alumnos como el profesor, vamos colgando críticas de cine. De momento, yo he querido llevarme el gato al agua y he escrito un artículo de música (cómo no) para cine. Pero además, he pensado que ya es hora de que hablemos por aquí de músicos contemporáneos, que no sólo de muertos vive la, mal llamada, «música clásica». Para la ocasión me he decantado por una obra de Danny Elfman, por dos motivos: en primer lugar, se trata de un músico excelente, con un estilo personal muy reconocible. Pero, sobre todo, porque, como buena adolescente gafa pasta, he sido siempre una incondicional de Tim Burton.

Muchos conocemos a Elfman, precisamente, por su colaboración con este director. De hecho, sólo dos películas de Burton, han sido compuestas por otros músicos: Ed Wood (rodada durante un conflicto personal entre ambos creadores) y Sweeney Todd, basada en un musical previo. No es de extrañar, teniendo en cuenta que, según Tim Burton, escuchar la música de Elfman interpretada por una orquesta había sido una de las experiencias más emocionantes de su vida. Por lo demás, parece que este director suele contar recurrentemente con los mismos colaboradores, como prueba también su idilio con Johnny Depp, actor protagonista de la película que nos ocupa.

Por su parte, Elfman, más promiscuo, ha trabajado en muchas otras películas, aparte de las de Tim Burton. No hay más que echarle un ojo a su extensa filmografía. Me ha llamado la atención descubrir que trabajó en películas tan conocidas como Chicago, Men in Black, Misión imposible… o descubrir que es el autor del tema de Los Simpsons. En cualquier caso, yo me quedo con su trabajo al lado de Burton. Será porque es lo que más conozco dentro de su repertorio, o que, de tanto oírlo asociado a este director, atribuyo a su música las cualidades del cine que acompaña. Pero pienso que lo mejor del estilo de Elfman es cierta ironía característica, cierta fantasía retorcida, que encaja a la perfección con los cuentos macabros de Burton.

En este caso, el tema principal de Eduardo Manostijeras, me encanta cómo ha utilizado los llamados coros de voces blancas (voces femeninas o de niños), como si fuesen un instrumento más de la orquesta. Estas voces aportan muchísima dulzura a la música, pero también cierto componente fantasmagórico, trágico (¿no os las imagináis volando, cubiertas con trapos blancos, por el escenario?). Por otra parte, la música nos remite a un mundo infantil, fantástico… el glockenspiel del comienzo recuerda a una cajita de música, con una armonía y un ritmo bastante sencillos, que luego son marcados por la cuerda en pizzicato. Todo lo que suenan son juguetes, delicados, frágiles, como el mismo Eduardo Manostijeras.

Prélude à l’après-midi d’un faune de Debussy

Escrito en 1894, el Preludio a la siesta de un fauno de Claude Debussy es considerado como una de esas obras que marcan un hito en la historia de la música. Concretamente ésta supuso un antes y un después en todos los aspectos compositivos que se habían convertido en estándar de facto de la música occidental desde hacía más de un siglo. Debussy consiguió romper por primera vez con todo lo anterior y abrió una nueva puerta hacia el modernismo. Algunos añaden, no sin cierta guasa, que la abrió pero no la cruzó, aunque a mi parecer bastante mérito tiene el simple hecho de abrirla, de hacer algo inédito hasta la fecha y encima que funcione.

El Preludio es una obra orquestal de corta duración (10 minutos) que, en principio, iba a a ser el primero de tres movimientos agrupados en una suite —Preludio, Interludio y Paráfrasis Final— que nunca se continuó. Está basado en un poema con el mismo título del también francés Stéphane Mallarmé. Dicho poema es un hito del simbolismo francés, llegando a ser considerado por algunos como el mejor poema de la literatura francesa. Cuenta las ensoñaciones de un fauno que despierta de la siesta y sus encuentros con las ninfas. La música supone una «interpretación muy libre» —según palabras del propio Debussy— de ese ambiente de sensualidad y erotismo que desprende el poema.

La obra se estrenó a finales del mismo año con enorme éxito entre el público; tanto es así que tuvieron que tocarla dos veces. No tuvo tanto éxito entre la crítica, en cambio. A Mallarmé le encantó: en una ocasión la escuchó interpretada por el propio Debussy al piano y dijo que no podía esperar más de esa música. Más tarde fue coreografiada por el célebre bailarín Nijinsky y llevada a los escenarios por la compañía de ballet de Diaghilev, aunque se cuenta que Debussy abandonó la sala disgustado por el excesivo erotismo de la coreografía.

Hablando de aspectos más formales, lo primero que sorprende cuando se analiza la música de Debussy es lo preciso, lo riguroso y lo cerebral que hay que ser a la hora de componer para conseguir una sonoridad totalmente imprecisa, sin rigor, vaporosa, etérea… Y para ello, utiliza una serie de recursos y técnicas que siempre tratan de huir del Romanticismo, de lo establecido.

Orquestación

Escapa de lo característico de la gran orquesta romántica. La orquestación completa se compone de tres flautas, dos oboes, corno inglés, dos clarinetes, dos fagotes, cuatro trompas, dos arpas, dos crótalos y cuerdas. Destacan la ausencia de trompetas, trombones y percusión y la presencia de dos arpas.

El uso que hace de la orquesta es muy colorista. Busca distintos ambientes, distintos colores, a través de grupos pequeños de instrumentos. Las maderas cobran vital importancia al ser las encargadas de comenzar todos los temas en intervenciones solistas. Además, Debussy tiende a aligerar los graves, lo que refuerza ese carácter vaporoso: los cellos tocan en octavas agudas a menudo, y los contrabajos dan pequeñas pinceladas.

Melodías

Se componen de pequeñas células con motivos ondulantes, moviéndose casi siempre en matices piano o pianissimo. Los fortes son escasos y están muy bien escogidos en puntos de clímax. Los ritmos están escritos al milímetro de tal forma que se consigue que las melodías vuelen por encima de las barras de compás (no van sujetas a las métricas).

Todas estas características pueden observarse en el tema inicial que expone la flauta con una melodía totalmente ambigua tonalmente hablando, ya que baja un tritono y vuelve a subir mediante una escala de tonos enteros enmascarada con cromatismos. El ritmo, muy preciso en la escritura y muy libre (casi improvisado) para el oyente, junto con la ausencia de acompañamiento, de nuevo refuerza ese carácter etéreo e impreciso que busca Debussy (y que encuentra). En una lucha contra la tonalidad (que obliga a movimientos contrarios), destacan los paralelismos entre las diferentes voces.

Podríamos seguir hablando de la armonía (el uso de progresiones no funcionales, escalas exóticas), la forma (daría para dos artículos más), etc., hasta la saciedad, y en todas partes seguiríamos encontrando este afán por huir de las técnicas compositivas anteriores.

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Vals Mephisto S.514, No.1 de Liszt

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En general, no soy una gran admiradora de Liszt. No obstante, algunas de sus obras están entre mis preferidas para piano, como este vals, compuesto alrededor de 1860. Se trataba originalmente de una pieza para orquesta, arreglada posteriormente para piano. Esta segunda versión es la que os presento (de hecho, juraría que es más conocida que la orquestal), a manos de Alexei Sultanov.

Liszt compuso cuatro valses Mephisto, inspirándose en el mito de Fausto. Se trata, por tanto, de obras programáticas, con un hilo narrativo. El más popular de los cuatro valses es este primero, titulado El baile en la taberna del pueblo y basado en un episodio del Fausto de Nikolaus Lenau (no en el más famoso de Goethe). Según la wikipedia:

El episodio que Liszt eligió transcurre en la taberna del pueblo y es de una naturaleza más bien erótica: Fausto y Mefistófeles, como cazador, entran en un bar donde se está celebrando una fiesta por una boda. Mefisto coge un violín de uno de los juglares, lo afina (representado en la pieza de Liszt por las quintas al inicio del vals) y entonces comienza a tocar una melodía frenética [1’00»]. Después, el vals se ralentiza y da inicio un nuevo tema, amoroso, que intoxica a todos los campesinos allí presentes [3’00»]. En el texto de Lenau, incluso las «resonantes paredes de la taberna se lamentan, verdes de envidia, porque no se pueden unir a la danza». Fausto aprovecha la situación y coge a la novia para bailar con ella [4’00»], una belleza de ojos negros. Tras de un poco de cortejo, se fuga con ella hacia el bosque. Un ruiseñor canta una melodía y la música de Liszt crece hasta un impresionante clímax cuando la pareja «es tragada por las impetuosas olas del rapto amoroso» (según el texto de Lenau). Previamente al cenit de la huida de Fausto y la novia, Liszt hace reaparecer el sensual tema lírico del vals.

Vaya, que va de dos que se quieren y para variar, echan un polvo alucinante. Pocas piezas para piano contienen la sensualidad que Liszt supo describir en esta pieza. Cuando a partir del minuto 4 aproximadamente, comienza a doblar la melodía en una voz más aguda, siempre me imagino la voz de la novia, primero reticente, pero luego poco a poco, más y más ebria y al fin, rendida totalmente a los malévolos encantos de Mephisto (el diablo al fin y al cabo).

Sonata No.14 (Op.27 No.2) ‘Claro de Luna’ de Beethoven

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Hace semanas, a raíz de un post en el que Rowan Atkinson (Mr.Bean) «interpretaba» música de Beethoven, prometí (y olvidé) colgar una versión más razonable de la sonata Claro de Luna, que la que había encontrado EC-JPR (una de Richard Clayderman, que habría que eliminar de Youtube y de la faz de la tierra). El intérprete elegido en esta ocasión es Wilhelm Kempff, que además tiene el buen gusto de prescindir en la grabación de velitas, lunas y demás ataques líricos con patchouli. Como Claro de Luna es una sonata de sobra conocida y de El Maestro hemos hablado ya en bastantes ocasiones, os dejaré escapar con un par de observaciones.

Beethoven es el mayor músico de la historia, ante todo, por su dominio del ritmo y la armonía. Si os fijáis, la melodía principal (en la voz aguda, 0’24») está construida con un motivo rítmico de tres figuras que recaen sobre una misma nota y se repite incansablemente: soool#-sol#-sol#. Es una cosa muy tonta, tan sencilla que parece imposible sacar nada de ahí, ¡pero funciona! Tiene dramatismo, es fácil de recordar, se reconoce de inmediato en cualquier lugar en el que suene y se pueden idear infinitas variaciones partiendo de ahí, sin que termine de perder su identidad. Funciona tan bien, precisamente porque el ritmo es lo primero que nos llega de la música (tendría su equivalente en los contornos de una imagen, por ejemplo). Si cambias las notas de una melodía respetando el ritmo, probablemente, seguirá siendo reconocible. Si cambias el ritmo… se perderá mucho antes. Podéis hacer la prueba.

Beethoven es brillante por eso: utiliza motivos principalmente rítmicos que repite a lo largo de toda la obra, dotándola de una gran «unidad». Puedes escuchar Claro de Luna entero sin tener la sensación de que esté escrito «a cachos». Al contrario, es una obra muy fluida. Sin embargo, utiliza una gran cantidad de melodías y materiales diferentes. Si logran formar parte de un «todo» es porque tienen elementos comunes, porque parten de las mismas ideas primigenias: sencillas, contundentes, memorables.

Otra célula que da gran unidad al primer movimiento es el acompañamiento en tresillos de la mano derecha que no cesa de repetirse hasta el final: sol#-do#-mi, sol#-do#-mi… siempre tres notas ascendentes, que aportan toda la información armónica de la pieza. Es por tanto la voz que lleva toda la carga emocional: un motivo obsesivo, que va variando el color de la música a base de manchas. La melodía es indiferente (Beethoven nunca fue un gran compositor de melodías, de hecho, sólo escribió una ópera en su vida), lo que importa son los sonidos, sin contornos, por los que el acompañamiento nos va llevando. De hecho, es muy difícil silbar una pieza de Beethoven: se perdería lo esencial, la armonía, ¿cómo vas a silbar una mancha?

Sólo hay un momento en que este motivo de tresillos varía. En el minuto 2’08», la primera nota de cada tres, empieza a dibujar una nueva melodía y las otras dos siguen funcionando como acompañamiento. Me parece un momento especialmente trágico de la pieza. El protagonista de la escena se ha callado y el coro griego, que hasta entonces había permanecido imparcial, en un segundo plano, observando su actuación, se dirige al público con voz solemne: su aportación es contundente, objetiva, incuestionable, premonitoria. En 3’17», vuelve el tema principal, pero el coro (los tresillos), el verdadero protagonista, ya ha dictado sentencia.

Beethoven es el mayor músico de la historia porque todo lo que ha compuesto son sinfonías. En sus obras, cada voz tiene un papel, una personalidad distinguible, un instrumento propio.

Beethoven es el mayor músico de la historia porque fue el último clásico y el primer romántico. Revolucionó las formas musicales, desarrolló la armonía clásica, cambió el estatus del artista e incluso quiso suicidarse. Esta sonata es de 1801, un año anterior al Testamento de Heiligenstadt, en el que Beethoven describe la desesperación causada por su creciente sordera. A partir de este momento, se considera que las composiciones de Beethoven cobran un nuevo carácter, más heroico, más apasionado, más próximo, precisamente, al Romanticismo musical.

Estudio «Revolucionario» Op.10, No.12 de Chopin

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Hace mucho que no hablamos de Frédéric Chopin, probablemente, el compositor más representativo del Romanticismo y de la música para piano del siglo XIX. Hoy os presento una sus obras más populares, el estudio «Revolucionario» interpretado por Stanislav Bunin.

Los estudios son piezas instrumentales cortas, destinadas al perfeccionamiento de alguna destreza técnica. Por lo general son sólo eso: estudios, ejercicios atléticos, las horas de gimnasio que todo deportista de élite necesita (y no lo dudéis: los instrumentistas son deportistas de élite). Por ello, si queréis ver virtuosismo del bueno, no tenéis más que entrar en Youtube y teclear «piano study»: encontraréis horas y horas de increíbles proezas circenses. Sin embargo, si algo caracteriza a los estudios de Chopin es, no solo su enorme dificultad técnica (la mayoría requieren años de estudio diario para poder ser interpretados), sino también su gran expresividad y calidad musical. Precisamente por eso revolucionaron esta forma musical, convirtiéndola en un género independiente susceptible de interpretarse en concierto y, consecuentemente, se han convertido en piezas clave del repertorio para piano.

Chopin escribió un total de 27 estudios repartidos en tres libros. Los más conocidos son el Op.10, publicado en 1833 y dedicado a Franz Liszt, y el Op.25, publicado en 1837 y dedicado a la amante de Franz Liszt, Marie d’Agoult. Ambos cuadernos reúnen un total de 24 estudios, 12 cada uno. Lo que menos gente sabe que Chopin publicó tres estudios más en 1839, como parte de un libro para el aprendizaje del piano de Ignaz Moscheles y François-Joseph Fétis.

Mi libro preferido, no obstante, es el Op.10. Os recomiendo echarle un orejazo, por ejemplo, al estudio No.3 en Mi Mayor, «Tristeza», o al No.9 en fa menor: no tienen desperdicio. En cuanto al No.12 en do menor, se trata del estudio más conocido de Chopin, hasta el punto de haber sido apodado popularmente como «Revolucionario». Cabe destacar que Chopin jamás puso nombre a sus estudios: fue el público quien lo hizo. Este estudio fue escrito en 1831 coincidiendo con en Levantamiento de noviembre (o Revolución de los Cadetes) de Polonia en contra el dominio ruso. Chopin no pudo acudir a la batalla debido a su frágil salud (como todo buen romántico, padecía tuberculosis), y, según se dice, volcó sus ansias revolucionarias en esta pieza, de ahí el nombre. También he leído que Chopin se inspiró en la última sonata de Beethoven para escribirlo. Desde luego, ambas son piezas contundentes, llenas de heroicismo y fuerza. No dejéis de escucharlas.