Si así es como suenan tus bromas, me da miedo escuchar tus piezas serias.
Fue lo que le escribió Schumann a Chopin en una carta, tras escuchar su Scherzo No.2. El compositor hacía referencia al título de la pieza, Scherzo, que en italiano significa broma. Esta curiosa denominación se debe al origen de la forma musical, basada en una danza barroca: el Minueto. Ambas tienen en común su compás; 3 por 4, su estructura ternaria (con dos temas contrastantes, A-B-A) y cierto carácter jocoso, pillo, juguetón. De hecho, cuando en una partitura pone scherzando, significa que la música se debe interpretar jugando, coqueteando… Sin embargo, el minueto es algo más antiguo: formaba parte de las suites barrocas y más tarde se incorporó a los movimientos de sonatas y sinfonías. El Scherzo, con un ritmo más rápido, fue cobrando relevancia y sustituyendo poco a poco al Minueto, hasta que llegó finalmente a independizarse como forma musical, a partir del siglo XIX.
Los Scherzos de Chopin son un ejemplo de ello. Escribió 4 en total, de los cuales el segundo (1837) es sin duda el más conocido. En todos ellos podemos apreciar el compás ternario, el ritmo frenético y la estructura musical en la que se alternan dos temas contrastantes (en este caso, la sección B empieza a partir de 3’35»). Sin embargo, poco queda del carácter bromista original, sobre todo en los tres primeros scherzi. Más bien nos encontramos ante piezas algo oscuras, feroces, afiladas. O, como reiteraría Shumann: «¿Cómo se debe vestir la seriedad si la broma se pasea con oscuros velos?».
Os dejo escuchándolo a manos del gran Zimerman: la Elegancia hecha pianista y uno de los mejores intérpretes de Chopin que conozco.
Hablando del Dies Irae y el carácter programático de la música de Liszt. Siempre que me alguien menciona el dichoso tema de la muerte, me lo imagino entonado por estos trombones (0’08»):
Entre sus muchas facetas, Liszt fue un gran arreglista y un verdadero maestro de la variación. A partir de cualquier material musical, podía desarrollar infinidad de caracteres musicales distintos utilizando su gran dominio de la armonía y un gran repertorio técnico. Prueba de ello es la gran cantidad de piezas dentro de su enorme repertorio basadas en temas de otros compositores (sin ir más lejos, aquí hablamos de los estudios de Paganini) y aquellas de las que existe más de una versión, para distintas agrupaciones instrumentales.
Totentaz es un claro ejemplo de estas dos facetas. Por un lado, nos encontramos ante una pieza escrita para piano y orquesta (1847-1853), que más tarde fue arreglada para dos pianos (1859-1865, S.652) y para piano solo (1860-1865, S.525), con resultados igualmente coherentes. Además existe una gran cantidad de versiones distintas de la partitura orquestal, dado que Liszt solía revisar sus trabajos una vez publicados (se numeran con una barra inclinada seguida de un número). En este caso, parece ser que la versión más interpretada es la tercera (S.126/3), o bien, un arreglo realizado por Busoni a partir de los manuscritos de Liszt. Vaya, todo un caos.
Por otra parte, Totentanz es una pieza compuesta a partir de un solo tema musical: el famoso Dies Irae (0’08»-0’30», en los trombones), recreado en infinidad de variaciones, con distintos caracteres. Algunos de ellos son realmente sorprendentes, como el dulce solo de 4’20», con momentos tan luminosos (6’13»). Lo fascinante, sobre todo desde el punto de vista intelectual, del constructor, es que en ningún momento de la obra deja de sonar el Dies Irae. Siempre está ahí, en primer o segundo plano, experimentando todos los cambios posibles. En fin, todo un alarde de ingenio y recursos compositivos.
Arnold Böcklin es un pintor simbolista alemán del siglo XIX. Su obra es perfectamente romántica y perfectamente alemana: un bis de Friedrich aderezado con más alegorías, oscuros símbolos y referencias a la muerte —por cierto, me intriga por qué los góticos reciben ese nombre cuando su estética es puramente romántica. Sin embargo, es especialmente conocido por una de sus obras: sus cinco versiones de La isla de los muertos realizadas entre 1880 y 1886. Supuestamente basada en el mito de Caronte (aunque el autor nunca la tituló ni aclaró qué representaba), fue una obra que fascinó a bastantes personajes… pecualires, a saber: Hitler (que llegó a poseer una de sus versiones), Freud o Lenin. Quizás de ahí la popularidad del cuadro.
El caso es que, desde su creación, todo tipo de artistas, desde arquitectos a dibujantes de cómic, se han inspirado también en la conocida pintura. Entre ellos, Rachmaninov, que había tenido ocasión de ver uno de los cuadros originales durante una visita a París en 1907, le dedicó, un año más tarde, el poema sinfónico que hoy nos ocupa.
Un poema sinfónico es una obra para orquesta basada en un motivo extramusical: un libro, un paisaje (ya hablamos de El Moldava de Smetlana) o, como en este caso, un cuadro. Esta forma musical, nació en el siglo XIX, de la mano de Franz Liszt, un compositor que, de hecho, solía incluir referencias literarias en muchas de sus obras. Quizás fue, precisamente, la tendencia romántica a la alegoría, la fantasía, el simbolismo, lo que llevó a la música, un arte esencialmente abstracto, a acercarse a la narración, avivando así el debate entre música pura (música sin referencias externas, centrada en la forma: sonatas, sinfonías, concertos) y música programática (música que quiere representar algo ajeno a sí misma).
La Isla de los Muertos se trata, por tanto, de una composición que utiliza el simbolismo para recrear un cuadro, a su vez alegórico. Para ello utiliza algunos recursos descriptivos, como el vaivén susurrante que da comienzo a la obra. Podría recordar al lento avance de la barca, el remo de Caronte hundiéndose a un lado y a otro, sin cesar. Para ello Rachmaninov utiliza un compás de cinco pulsos (5/8), que sólo se puede dividir de forma desigual: la parte fuerte del compás, de 2 pulsos, nos impulsa hacia delante. La parte débil, acentuada por este mismo impulso, se queda suspendida en el aire durante 3 pulsos y, sin embargo todo sigue avanzando porque la música no puede pararse ahí, en medio de la nada, en el aire. Aunque luego la división 2-3 se invierte, ese impulso hacia el final, hacia arriba, sigue haciendo rodar la música. El efecto logrado es de una gran continuidad y fluidez, además de marcar una clara dualidad (¿izquierda-derecha?, ¿el movimiento del remo?). Me recuerda al primer movimiento del Concierto No.2 de Prokofiev que logra un efecto parecido, aun con un compás regular, gracias al impulso desacompasado de la música.
Otro recurso, más simbólico, son las innumerables referencias al tema del Dies Irae: la personificación de la muerte en música. Aunque se puede oír ya antes, su aparición se hace evidente tras un breve silencio en el minuto 2’55» del segundo vídeo, con el viento metal como protagonista en el grave. En este punto da comienzo una nueva parte de la obra: desaparecen Caronte y el 5/8. El nuevo tema contrasta por su dulzura y su brillo, por su optimismo. Quizás representa la vida, o un feliz recuerdo, cantado cálidamente por las cuerdas. La alegría dura poco, sin embargo. A partir del minuto 5, todo se va volviendo más tenso, desesperado y, por fin, en el 5’46» vuelven a sonar los trombones con su terrible sentencia: las cuatro primeras notas del Dies Irae, la muerte ha llegado. Desde aquí, todo lo demás es oscuridad, con referencias al famoso tema hasta en la sopa. Cerca del final aparece de nuevo el lúgubre Caronte y su compás desigual. Sin embargo, lo último que se oye, claramente en el grave, es a la muerte, la verdadera protagonista de la pieza: el Dies Irae con sus 7 notas esta vez, que se extiende para hundirse hacia los graves.
La primavera de 1916, Madrid disfrutaba de la visita de los Ballets Rusos de Diaghilev. Tuvo lugar entonces un feliz encuentro, que nos dejaría como legado la obra histórica que hoy os presentamos. El sombrero de tres picos, fue fruto de la colaboración de tres grandes talentos: Manuel de Falla como compositor, Sergei Diaghilev como productor y Pablo Picasso a cargo de la escenografía.
Si bien Diaghilev y Falla eran viejos conocidos de París, fue durante este viaje cuando Diaghilev le propuso realizar un ballet sobre una de sus partituras. Falla pensó entonces en una pequeña obra que tenía entre manos y deseaba ampliar, una pantomima titulada El corregidor y la molinera, basada en la novela de Pedro Antonio de Alarcón, que más tarde daría título al ballet: El sombrero de tres picos. Diaghilev aceptó esperar a que la nueva partitura estuviese terminada. Sin embargo, algo impacientado, le sugirió a Falla la posibilidad de realizar un ballet sobreNoches en los jardines de España, partitura que había tenido ocasión de escuchar a manos del propio compositor, precisamente, durante su visita a España en 1916. Por desgracia, nunca sabremos cómo habría sido ese ballet: mientras Diaghilev alababa la sensualidad de la música y sus posibilidades de cara a una narración erótica, a Falla, católico devoto y (según las malas lenguas) célibe durante toda su vida, le horrorizaba el futuro que le depararía a su inocente Generalife, en manos del productor de La consagración de la primavera.
Finalmente, el ruso tuvo que esperar, pero mientras tanto fue reclutando a los mejores artistas de la época para el estreno del ballet: Léonide Massine como coreógrafo, Ernest Ansermet, como director orquestal y Picasso a cargo de la escenografía. Por fin, el 22 de julio de 1919, el ballet se estrenaría con gran éxito en el Alhambra Theatre de Londres. Sin embargo, Falla nunca llegaría a disfrutar de este aplauso: ese mismo día, su madre fallecía en Madrid. El compositor, que se encontraba de viaje en un intento por llegar a verla por última vez, recibiría la noticia a través de los periódicos.
Tras el estreno del ballet, Falla escribió las dos suites orquestales por las que hoy es más conocido. En ellas suprimió algunas escenas descriptivas y los fragmentos vocales femeninos. De este modo, la música puede funcionar por sí misma, sin un hilo conductor dramático. En el vídeo de hoy podéis escuchar ambas suites a cargo de Riccardo Muti como director de la Philadelphia Orchestra. Os recomiendo, sobre todo, la Suite No.2, a partir del segundo vídeo, y su espectacular danza final (tercer vídeo).
Dentro de la llamada música de cámara —música compuesta para pequeñas agrupaciones, sin director—, existen múltiples combinaciones que han ido surgiendo unas veces por necesidades de la propia música, otras por caprichos del compositor y otras por necesidades históricas (véase el Cuarteto para el fin de los tiempos, de Olivier Messiaen, compuesto y estrenado en un campo de concentración de la Segunda Guerra Mundial con los instrumentos que disponía: clarinete, violín, cello y piano). La agrupación más famosa es sin duda el cuarteto de cuerda (dos violines, viola y cello) y otras de las más utilizadas por los compositores de todas las épocas son los dúos (cualquier instrumento y piano, voz y piano, por ejemplo) y el trío de cuerda, aunque existen muchísimas más.
De entre todas las formaciones existentes, el quinteto de viento es de las más jóvenes, pero ha logrado situarse como una de las agrupaciones camerísticas más importantes gracias a la gran aceptación que ha tenido entre los compositores del siglo XX. Está compuesto por flauta, oboe, clarinete, fagot y trompa; cuatro instrumentos de viento madera y uno de viento metal, todos ellos con una técnica, un timbre y unas posibilidades muy distintas, en contraste con la homogeneidad del cuarteto de cuerda, lo que supone un reto añadido tanto para el compositor como para el ejecutante.
El primer compositor que escribió una obra para esta formación fue el checo Anton Reicha. Concretamente compuso 24 quintetos de viento a partir de 1811 que tuvieron mucho éxito. Algunos otros compositores de segundo orden siguieron esta misma línea, como Franz Danzi con sus 9 quintetos, pero durante el Romanticismo se convirtió en una agrupación tristemente olvidada. Como consecuencia de las guerras mundiales, la música de cámara vivió un gran impulso en detrimento de la música sinfónica, ya que la disponibilidad de músicos era menor dado el panorama posterior a las guerras en determinados países y los compositores debían conformarse con escribir para pequeñas agrupaciones si querían que sus obras fueran estrenadas. Así pues, como ya hemos comentado, fue durante el siglo XX cuando se popularizó el uso del quinteto de viento en particular y, gracias a ello, se estandarizó (existían otras variantes que cambiaban la flauta por un oboe o la trompa por un corno inglés). Compositores como Nielsen, Holst, Schoenberg, Villa-Lobos, Milhaud, Hindemith, Ligeti, Jean Françaix y otros tienen en su haber obras para quinteto de viento.
Hoy vamos a escuchar una obra de Franz Danzi (1763-1826), compositor y cellista alemán contemporáneo de Beethoven. Se trata del tercer quinteto de viento del Op.56, dedicado precisamente a Anton Reicha. Como este último, Danzi componía sus quintetos en cuatro movimientos:
Rápido, con forma sonata, con o sin introducción lenta.
Lento con forma variable.
Un menuetto o un scherzo.
Rápido, con forma sonata o rondó-sonata.
La interpretación corre a cargo de mi quinteto: Aeolian Quintet. Esta grabación está tomada el mismo día del X Concurso Fernando Remacha con una cámara de fotos, por lo que el audio (y la imagen, por qué no decirlo) es pésimo, así que perdonen las disculpas.