Ser de agua es más barato

Anteayer el grupo de zooplancton detectó vida alienígena en la superficie del océano. Bueno, quizás no tan alienígena, pero cuando me enseñaron esos tentáculos azules, fue lo primero que pensé: por suerte, no tenía el teléfono de la NASA muy a mano. Lo que veis en la foto es una carabela portuguesa y a pesar su temible apariencia, crece en todas las aguas del mundo y no se alimenta de cerebros.

Con todo, tampoco es que sea un bicho muy recomendable. De hecho, se trata de una medusa bastante tóxica. Utiliza sus tentáculos como un mecanismo de defensa y depredación: con ellos atrapa desde pequeños filtradores microscópicos a peces (si la carabela es más grande que ellos). Sus efectos en humanos pueden variar según la sensibilidad de la víctima a la neurotoxina que libera: desde una irritante urticaria a la parálisis completa de todos los músculos debido a un shock anafiláctico.

Este caso extremo es lo que retrata la película 7 almas (aviso: spoiler). En ella, el protagonista muere de asfixia debido a una parálisis que le impide, siquiera, contraer el diafragma para respirar. Una muerte desagradable como poco. Por suerte, la carabela rara vez  produce efectos tan nocivos. Probablemente, la mala de la película en este caso sea algún tipo de cubomedusa, muy común en Australia y uno de los animales más peligrosos que se conocen.

No obstante, la carabela portuguesa se ha hecho famosa últimamente en Europa debido a su cada vez más frecuente aparición en nuestras playas. También suelen aparecer, con otras especies de medusas, obstruyendo plantas depuradores, redes y todo tipo de equipos acuáticos. De hecho, según cierta hipótesis (no demostrada todavía) sus poblaciones podrían estar aumentando debido al cambio global. Por un lado, es posible que la temperatura del agua favorezca su reproducción. Pero además, la sobrepesca está acabando con sus depredadores naturales. Ciertos estudios, quizás más catastrofistas que rigurosos, afirman que llegado el momento todo en el mar será medusa. Desde luego, suena exagerado, pero a lo mejor Pescanova debería ir pensando en pasarse al mercado de la gelatina. ¿Os imagináis cenando carabela empanada?

Todo ello ha propiciado cada vez hay más estudios centrados en estos animales. Hace poco un premio Nobel reciente fue concedido a Osamu Shimomura, quien realizó numerosos trabajos con medusas bioluminiscentes. En cambio, nuestro “medusólogo” de a bordo, Axayacatl Molina, ha embarcado en el Hespérides para estudiar todo el plancton gelatinoso en general. Es un grupo que no solo comprende a las medusas (aunque sin duda son su integrante más popular) sino a todo animal, en general, que incorpore en su organismo más de un 95% de agua. Esta peculiar característica puede resultar bastante útil. Por un lado, ser de agua es muy barato: los animales gelatinosos pueden comer menos y necesitar menos energía para subsistir. Además, están inflados: hace falta ser más grande que ellos para comérselos, pero, gracias al agua, ocupan más. Por otra parte, tienen un camuflaje casi perfecto… Todo ello explica que esta estrategia evolutiva haya aparecido de forma independiente en varios puntos del árbol de la vida. De hecho, los animales que integran este grupo son taxonómicamente muy diferentes  (dentro del zooplancton gelatinoso hay cnidarios, cordados, moluscos…) y ecológicamente muy relevantes ya que se encuentran en diferentes  niveles de la red trófica (participan en intercambios a todos los niveles, desde la micro a la macroeconomía, por así decirlo).

Precisamente, uno de los objetivos del grupo de zooplancton de esta expedición es clasificar taxonómicamente (en función de su parentesco genético) las poblaciones animales que se van encontrando. Para ello, además de describir los organismos, realizarán análisis de ADN a posteriori, buscando cadenas de genes comunes. Además, será la primera vez que se tomen este tipo de muestras de forma sistemática a nivel global. Las medusas, en concreto, se suelen estudiar cerca de las costas, pero su incidencia en altamar es más bien desconocida. Gracias a esta expedición podremos conocer cómo viven, qué parentesco guardan entre sí las diferentes poblaciones, en qué tipo de aguas se hayan más presentes, qué las favorece o perjudica…

Diario Malaspina: días 15-16

Gracias a la feliz rehabilitación de la roseta (y pese a las bromas que podamos gastaros), por fin se ha establecido una rutina estable y predecible en el barco. Son grandes noticias: significa que todo el mundo tiene por fin trabajo, cada cual puede hacer lo que había venido a hacer. Pero también significa que el tiempo se va volviendo poco a poco más estanco: aquí no hay pausas, días de descanso, ni hitos temporales. Los domingos se estrenan a las 5 de la madrugada, exactamente igual que cualquier miércoles.

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Diario Malaspina: días 12-14

En el Hespérides pueden viajar un total de 97 personas. Confiando en la estadística y suponiendo que la tasa de natalidad sea homogénea a lo largo del año, podemos estimar que en un mes se celebran a bordo un total de 8 cumpleaños, aproximadamente: uno cada 4 días. Por eso, precisamente, no se pueden “celebrar”: no con confeti y piñata, al menos y tampoco de forma “exclusiva”.

Sin embargo, sí se prevé que haya tartas heladas a bordo, para que los que completan su vuelta alrededor del sol puedan disfrutar de una merienda especial, por lo menos. Además, se agrupan todos los cumpleaños del mes, por categorías, en torno a una sola fecha (o dos, como mucho).

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Diario Malaspina: días 9-11

Es curioso cómo un espacio tan aparentemente frío como un buque se puede ir convirtiendo en un lugar “habitable” según pasan los días y lo vamos haciendo nuestro. En sólo una semana, ya se han consolidado lugares y rutinas, tradiciones a pequeña escala: en la sala de oficiales suenan las guitarras cada noche.

Mateo, el médico del Hespérides, dirige la coral de villancicos. El espumillón ha conquistado los laboratorios. Siempre hay música en cada sala y en cada camarote. Ayer nos terminamos el calendario de adviento que colgaron las tres chicas de contaminantes: Laura, Belén y Gemma, aunque todos las conocemos como los ángeles de Charlie o las Supernenas. Gerardo de biogeoquímica y su gorro de Papá Noel con luces. Tantas otras cosas que no sabría enumerar, etcétera.

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ARGO. Robots para conocer el mar y predecir el clima

(Esta ano­ta­ción se pu­bli­ca si­mul­tá­nea­men­te en Amazings.​es)

Henry Stommel fue un célebre científico que estableció las bases de la oceanógrafía física. Él predijo, alrededor de la década de los 70, que llegaría un momento en que no sería necesario embarcarse en un buque para investigar el océano, porque serían robots los encargados de tomar mediciones y recorrer las aguas a nuestra voluntad. Para Joaquín Salvador (Kintxo), del bloque de física de la Expedición Malaspina, Stommel estaba en lo cierto: «En los últimos 10 años, aproximadamente, gracias al desarrollo de las tecnologías, de los satélites, la miniaturización de los componentes y los sistemas de bajo consumo, han empezado a surgir un montón de instrumentos que son autónomos a la hora de medir». Entre ellos, las boyas Argo de las que hoy hablamos y que se están dando a la mar periódicamente durante esta expedición (precisamente hoy hemos dado la segunda).

Si bien se las suele llamar boyas, por su forma y flotabilidad, se trata más bien de perfiladores: capaces de sumergirse a grandes profundidades y tomar datos durante su recorrido. Gracias a ello, pueden elaborar un perfil detallado de la columna de agua: capturan datos de salinidad, temperatura y presión (igual que el CTD de la roseta) que luego envían vía satélite. El proceso es el siguiente: cada boya cuenta con una vejiga que se rellena y vacía con un aceite menos denso que el agua para aumentar o disminuir la densidad total del aparato y poder sumergirse a voluntad. Gracias a ella, es capaz de viajar a cierta profundidad, llamada «de deriva» porque la boya se mueve con la corriente (como dice Kintxo, «se trata de que se comporte como una partícula de agua»). Durante este trayecto, solo hace mediciones puntuales (en este caso, cada 24 horas, por ejemplo). Sin embargo, cada cierto tiempo, la boya se sumerge a una mayor profundidad. Desde allí asciende hasta la superficie para hacer un perfil completo de la columna de agua tomando datos con una mayor frecuencia. Una vez llega arriba, envía todos estos datos y su posición al satélite.

Todos los movimientos de la boya están programados de antemano y varían en función de las aguas que se quieran muestrear y el tipo de estudio que se quiera hacer. En el caso de las boyas Argo que se están largando en el  Atlántico, derivan a 1000 m de profundidad y realizan un perfil cada 10 días sumergiéndose hasta 2000 m. Sin embargo, hay otros perfiladores con programas distintos en todos los mares del mundo. Este proyecto lleva dando boyas a la mar durante casi 10 años y su intención es tener siempre 3000 perfiladores activos mandando señales desde todos los puntos del globo. Podéis ver un mapa con su última situación conocida en la página Coriolis (así como otros datos sobre los perfiles que han ido haciendo en su recorrido).

Cada perfilador tiene una autonomía máxima de 3 años gracias a unas baterías de litio que ocupan la mayor parte del cuerpo de la boya. Sin embargo, la mayoría no duran ni uno: son aparatos sometidos a enormes presiones y a condiciones, en general, extremas y bastante imprevisibles. Por todo ello, hay que renovar las boyas periódicamente. Uno de los inconvenientes del proyecto es que no hay forma de recuperar las boyas inactivas y se convierten en basura oceánica. El precio del rescate sería demasiado costoso (bastante mayor que el de las propias boyas, valoradas en 20 000 € cada una).

El proyecto cuenta, además, con un sistema de 5 satélites polares llamado Argos que se utiliza para transmitir los datos de las boyas en todo el mundo. Orbitan a unos 600 km de distancia de la superficie terrestre: esto es, bastante bajitos, para poder captar la señal de las boyas (si no, estas requerirían baterías mucho más potentes). Todo ello significa, además, que sus huellas no cubren toda la superficie terrestre en todo momento y, de hecho, algunos datos se pierden. Por ello, cada vez que una boya sale a superficie (durante 9 horas aproximadamente), envía todos sus datos una y otra vez cada 40 segundos. De este modo se asegura de que lleguen al menos una vez a algún receptor.

Pero, ¿para qué podrían servir todos estos datos? Bien, en bruto, quizás parezcan solo números. Pero, según su salinidad, la temperatura y la profundidad a la que se encuentra, podemos conocer de dónde viene el agua (la del Mediterráneo es más salada, por ejemplo; la de la Antártida, más dulce). Podemos estudiar las corrientes, saber cómo interactúan las distintas masas de agua… podríamos conocer el recorrido de cada gota del océano. Las consecuencias serían inimaginables: podría suponer una herramienta fundamental para poder prever el clima, por ejemplo. Actualmente, es imposible hacer predicciones meteorológicas con más de 5 días de antelación de forma fiable (con más de un 30 % de acierto). Sin embargo, estudiando el comportamiento del agua (que, después de todo, cubre la mayor parte de nuestro planeta y regula de forma fundamental el clima) a partir una serie temporal de datos lo suficientemente prolongada (pongamos, de 200 años), quizás podríamos llegar a hacer predicciones climáticas para toda una estación, ¡o incluso más! Sin duda, es demasiado pronto para afirmar algo así. Lo único seguro es que aún queda mucho trabajo por hacer.