La una de la madrugada y un imbécil se la saca a la entrada del metro cuando paso por la puerta a escasos metros.
Cerca de Moncloa, también de noche. Un tipo empieza a seguirme mientras regreso a casa sola por una calle vacía. No recuerdo haber visto nunca tantos bares cerrados en Madrid.
Haciendo autostop: salí en cuanto pude del coche, huyendo del contexto… mientras aún era «solo» contexto. Esta vez iba con una amiga.
Campamento de instituto y un gilipollas empieza a tocarme mientras duermo. Aún me culpo por quedarme paralizada, por no ser capaz de levantarme y darle la grandísima hostia que merecía. Aún me culpo por la vergüenza, por el asco, por girarme sin decir nada y seguir haciéndome la dormida (ahora en posición fetal, con los brazos cruzados sobre el pecho).
Estas son mis pequeñas heridas. Pequeñas porque a mí nunca me ha pasado «nada». Pequeñas cuando se comparan con otras: con las de la gran mayoría de mujeres en España y en el mundo. De ellas, se estima que el 35% ha sufrido algún tipo de violencia sexual por parte de su pareja o de un desconocido. El 35% de las mujeres. 1225 millones de seres humanos sometidos a tortura de manera cotidiana.
Tortura es una definición que no se usa lo suficiente en estos casos, pero resulta especialmente adecuada: un tipo cualquiera se aprovecha de su posición de poder (dada por su fuerza, porque son cinco, porque ella estaba borracha, porque simplemente no la considera una persona). Le arrebata a la víctima su libertad, su dignidad, la utiliza como un saco de carne, la humilla, la hiere. Y utiliza para ello uno de los ámbitos más delicados y trascendentes en la vida de una persona: el sexo. Una violación no es una agresión más, no se trata solo del dolor físico, no es comparable a ningún otro tipo de violencia: el torturador disfruta destruyendo lo que difícilmente volverá a ser íntimo o valioso para la víctima, le arrebata toda su vida. Mientras, otros tres la sujetan y el quinto lo graba. Cinco veces. El vientre en canal, un dolor insoportable y los hijos de puta disfrutando. Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco veces.
Tómate el tiempo que dura una paja y repite: Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco veces, de tortura, ininterrumpida.
…
Ya ves. Con todo, yo he tenido mucha «suerte». Porque me han amenazado «lo normal». Porque «apenas» me han agredido. Porque tengo «poco» miedo a viajar sola, a hablar con desconocidos sola, a actuar como un ser humano libre y autónomo y no como una potencial víctima cada día de mi vida. Poco miedo. Un poco. Como todas.
«Busca un amigo que te acompañe». «Cuidado que a esas horas ya no hay nadie por la calle». «Hazme una perdida cuando llegues». ¿Vosotras también teníais esa compañera a la que dar un toque de regreso a casa? Lo normal, somos afortunadas. O así es como deberíamos sentirnos, a juzgar por las declaraciones del alcalde de Málaga. A fin de cuentas, más de mil millones de seres humanos sufren este tipo de tortura en todo el mundo, «más de mil violaciones al año en España»: no vayamos a montar un pollo ahora porque venga otra a engrosar la estadística. «No vayamos a crear ahora la imagen de que Málaga es un espacio inseguro». Málaga es seguro «lo normal» y lo será aún más cuando este tema regrese a la sombra de los medios, a preocuparnos también «lo normal». Lo importante es que la fiesta continúe y a la que no le guste, que se compre un silbato.