Concierto para Piano Op.1, No.1 de Rachmaninov

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El post de hoy es una pequeña reivindicación del «patito feo» de los conciertos de Rachmaninov, aunque de feo, no tiene un pelo. Rachmaninov escribió su primer concierto para piano en 1892, a la edad de 19 años y siendo aún un estudiante. Era, no obstante, el segundo concierto que intentaba componer (el primero nunca llegó a terminarlo) y está dedicado a su primo Alexander Siloti, (otro célebre músico de la época conocido, sobre todo, por sus arreglos para piano). Para ello, se inspiró en el archiconocido Concierto para piano de Grieg.

Sin embargo, probablemente esta partitura sólo llegó a interpretarse una vez en su forma original, durante su estreno en el Conservatorio de Moscú en un concierto escolar. No fue muy bien acogida y no debía satisfacer al propio Rachmaninov, que la dejó completamente abandonada hasta que en 1917 se decidió a revisarla radicalmente, dando lugar a la versión que hoy conocemos. A esas alturas, sin embargo, ya eran mundialmente conocidos sus conciertos para piano No.2 (1901) y No.3 (1909) y, probablemente por ello, este primer concierto quedó totalmente eclipsado. Rachmaninov se quejaba al respecto:

He reescrito mi Primer Concierto: ahora es verdaderamente bueno. Toda la frescura juvenil sigue ahí y, sin embargo, se toca mucho más fácilmente. Y nadie le presta ninguna atención. Cuando en Norteamérica anuncio que voy a tocar el Primer Concierto, nadie protesta, pero noto en sus caras que preferirían el Segundo o el Tercero.

Ya que, desde mi punto de vista, que a una partitura la eclipse el Concierto No.2 de Rachmaninov es todo un honor, hoy querido reivindicar este concierto, lleno de ímpetu y toda la maestría de Rachmaninov. Espero que vosotros también lo disfrutéis.

Scherzo Op.31, No.2 de Chopin

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Si así es como suenan tus bromas, me da miedo escuchar tus piezas serias.

Fue lo que le escribió Schumann a Chopin en una carta, tras escuchar su Scherzo No.2. El compositor hacía referencia al título de la pieza, Scherzo, que en italiano significa broma. Esta curiosa denominación se debe al origen de la forma musical, basada en una danza barroca: el Minueto. Ambas tienen en común su compás; 3 por 4, su estructura ternaria (con dos temas contrastantes, A-B-A) y cierto carácter jocoso, pillo, juguetón. De hecho, cuando en una partitura pone scherzando, significa que la música se debe interpretar jugando, coqueteando… Sin embargo, el minueto es algo más antiguo: formaba parte de las suites barrocas y más tarde se incorporó a los movimientos de sonatas y sinfonías. El Scherzo, con un ritmo más rápido, fue cobrando relevancia y sustituyendo poco a poco al Minueto, hasta que llegó finalmente a independizarse como forma musical, a partir del siglo XIX.

Los Scherzos de Chopin son un ejemplo de ello. Escribió 4 en total, de los cuales el segundo (1837) es sin duda el más conocido. En todos ellos podemos apreciar el compás ternario, el ritmo frenético y la estructura musical en la que se alternan dos temas contrastantes (en este caso, la sección B empieza a partir de 3’35»). Sin embargo, poco queda del carácter bromista original, sobre todo en los tres primeros scherzi. Más bien nos encontramos ante piezas algo oscuras, feroces, afiladas.  O, como reiteraría Shumann: «¿Cómo se debe vestir la seriedad si la broma se pasea con oscuros velos?».

Os dejo escuchándolo a manos del gran Zimerman: la Elegancia hecha pianista y uno de los mejores intérpretes de Chopin que conozco.

Totentanz o Danza Macabra para piano y orquesta S.126, de Liszt

Hablando del Dies Irae y el carácter programático de la música de Liszt. Siempre que me alguien menciona el dichoso tema de la muerte, me lo imagino entonado por estos trombones (0’08»):

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Entre sus muchas facetas, Liszt fue un gran arreglista y un verdadero maestro de la variación. A partir de cualquier material musical, podía desarrollar infinidad de caracteres musicales distintos utilizando su gran dominio de la armonía y un gran repertorio técnico. Prueba de ello es la gran cantidad de piezas dentro de su enorme repertorio basadas en temas de otros compositores (sin ir más lejos, aquí hablamos de los estudios de Paganini) y aquellas de las que existe más de una versión, para distintas agrupaciones instrumentales.

Totentaz es un claro ejemplo de estas dos facetas. Por un lado, nos encontramos ante una pieza escrita para piano y orquesta (1847-1853), que más tarde fue arreglada para dos pianos (1859-1865, S.652) y para piano solo (1860-1865, S.525), con resultados igualmente coherentes. Además existe una gran cantidad de versiones distintas de la partitura orquestal, dado que Liszt solía revisar sus trabajos una vez publicados (se numeran con una barra inclinada seguida de un número). En este caso, parece ser que la versión más interpretada es la tercera (S.126/3), o bien, un arreglo realizado por Busoni a partir de los manuscritos de Liszt. Vaya, todo un caos.

Por otra parte, Totentanz es una pieza compuesta a partir de un solo tema musical: el famoso Dies Irae (0’08»-0’30», en los trombones), recreado en infinidad de variaciones, con distintos caracteres. Algunos de ellos son realmente sorprendentes, como el dulce solo de 4’20», con momentos tan luminosos (6’13»). Lo fascinante, sobre todo desde el punto de vista intelectual, del constructor, es que en ningún momento de la obra deja de sonar el Dies Irae. Siempre está ahí, en primer o segundo plano, experimentando todos los cambios posibles. En fin, todo un alarde de ingenio y recursos compositivos.

La isla de los muertos Op.29, de Rachmaninov. El poema sinfónico

Arnold Böcklin es un pintor simbolista alemán del siglo XIX. Su obra es perfectamente romántica y perfectamente alemana: un bis de Friedrich aderezado con más alegorías, oscuros símbolos y referencias a la muerte —por cierto, me intriga por qué los góticos reciben ese nombre cuando su estética es puramente romántica. Sin embargo, es especialmente conocido por una de sus obras: sus cinco versiones de La isla de los muertos realizadas entre 1880 y 1886. Supuestamente basada en el mito de Caronte (aunque el autor nunca la tituló ni aclaró qué representaba), fue una obra que fascinó a bastantes personajes… pecualires, a saber: Hitler (que llegó a poseer una de sus versiones), Freud o Lenin. Quizás de ahí la popularidad del cuadro.

Tercera versión de La Isla de los Muertos de Böcklin (1883).

El caso es que, desde su creación, todo tipo de artistas, desde arquitectos a dibujantes de cómic, se han inspirado también en la conocida pintura. Entre ellos, Rachmaninov, que había tenido ocasión de ver uno de los cuadros originales durante una visita a París en 1907, le dedicó, un año más tarde, el poema sinfónico que hoy nos ocupa.

Un poema sinfónico es una obra para orquesta basada en un motivo extramusical: un libro, un paisaje (ya hablamos de El Moldava de Smetlana) o, como en este caso, un cuadro. Esta forma musical, nació en el siglo XIX, de la mano de Franz Liszt, un compositor que, de hecho, solía incluir referencias literarias en muchas de sus obras.  Quizás fue, precisamente, la tendencia romántica a la alegoría, la fantasía, el simbolismo, lo que llevó a la música, un arte esencialmente abstracto, a acercarse a la narración, avivando así el debate entre música pura (música sin referencias externas, centrada en la forma: sonatas, sinfonías, concertos) y música programática (música que quiere representar algo ajeno a sí misma).

La Isla de los Muertos se trata, por tanto, de una composición que utiliza el simbolismo para recrear un cuadro, a su vez alegórico. Para ello utiliza algunos recursos descriptivos, como el vaivén susurrante que da comienzo a la obra. Podría recordar al lento avance de la barca, el remo de Caronte hundiéndose a un lado y a otro, sin cesar. Para ello Rachmaninov utiliza un compás de cinco pulsos (5/8), que sólo se puede dividir de forma desigual: la parte fuerte del compás, de 2 pulsos, nos impulsa hacia delante. La parte débil, acentuada por este mismo impulso, se queda suspendida en el aire durante 3 pulsos y, sin embargo todo sigue avanzando porque la música no puede pararse ahí, en medio de la nada, en el aire. Aunque luego la división 2-3 se invierte, ese impulso hacia el final, hacia arriba, sigue haciendo rodar la música. El efecto logrado es de una gran continuidad y fluidez, además de marcar una clara dualidad (¿izquierda-derecha?, ¿el movimiento del remo?). Me recuerda al primer movimiento  del Concierto No.2 de Prokofiev que logra un efecto parecido, aun con un compás regular, gracias al impulso desacompasado de la música.

Otro recurso, más simbólico, son las innumerables referencias al tema del Dies Irae: la personificación de la muerte en música. Aunque se puede oír ya antes, su aparición se hace evidente tras un breve silencio en el minuto 2’55» del segundo vídeo, con el viento metal como protagonista en el grave. En este punto da comienzo una nueva parte de la obra: desaparecen Caronte y el 5/8. El nuevo tema contrasta por su dulzura y su brillo, por su optimismo. Quizás representa la vida, o un feliz recuerdo, cantado cálidamente por las cuerdas. La alegría dura poco, sin embargo. A partir del minuto 5, todo se va volviendo más tenso, desesperado y, por fin, en el 5’46» vuelven a sonar los trombones con su terrible sentencia: las cuatro primeras notas del Dies Irae, la muerte ha llegado. Desde aquí, todo lo demás es oscuridad, con referencias al famoso tema hasta en la sopa. Cerca del final aparece de nuevo el lúgubre Caronte y su compás desigual. Sin embargo, lo último que se oye, claramente en el grave, es a la muerte, la verdadera protagonista de la pieza: el Dies Irae con sus 7 notas esta vez, que se extiende para hundirse hacia los graves.