La Suite Iberia de Albéniz. Libro I, No.3, El Corpus en Sevilla

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Este curso se celebra el Año Albéniz, un compositor del que hemos tardado demasiado en hablar. La ocasión se debe a que en 2009 se cumplieron 100 años de su muerte y el 18 de mayo de este año habrán pasado 150 desde su nacimiento. Por este motivo, todos los pianistas que conozco se han puesto a montar obras del genial gironés, los concursos de piano las incluyen en sus bases y, seguramente, no os cueste encontrar algún recital dedicado a Isaac en el auditorio más cercano. Y es que Albéniz es, probablemente, el compositor más emblemático de la música nacionalista estapañola (junto con Falla) y sin duda, el que nos ha dejado a los pianistas en concreto, un repertorio más rico y característico, con un lenguaje propio muy distintitivo.

Albéniz comenzó su carrera de pianista desde muy joven como niño prodigio, en arriesgadas giras que le llevaron a viajar por Europa y América (interrumpiendo sus clases en el conservatorio de Madrid, por otra parte). Sólo más tarde se concentraría en su formación musical para estudiar en Bélgica con una beca y excelentes resultados, hasta 1879. Después regresaría a España, donde comenzó también su carrera como compositor y director. Además de su producción para piano, cabe destacar el trabajo de Albéniz en el mundo de la zarzuela y la música escénica. Esta labor lo llevó a trabajar durante años entre Londres y París.

No obstante, su legado más valioso es puramente pianístico. Entre sus obras más destacadas se encuentran Cantos de España Op.232, la Suite Española Op.47, o Azulejos (una obra que tuvo que terminar Enrique Granados a la muerte de Albéniz). Sin embargo, su obra cumbre, admirada y alabada por compositores como Debussy o Messiaen es, sin duda, la Suite Iberia. Se trata de una colección de cuatro libros con tres piezas cada uno, compuestas entre 1905 y 1909 y dedicadas a distintas regiones, paisajes y tradiciones de España. Para ello, Albéniz no sólo utiliza giros y armonías característicamente españoles: algunas piezas están inspiradas directamente en temas folklóricos. No os costará reconocer en el vídeo de hoy, El Corpus en Sevilla, el tema de La tarara, una canción infantil en origen, llevada aquí a un nivel más de sofisticación: con armonías y tratamientos que la oscurecen, la intensifican y reinventan, mostrándonosla en todo su carácter y con todas sus posibles facetas. En este sentido, me gusta pensar que El Corpus en Sevilla estaba implícito en La tarara, que sólo hacía falta que Albéniz lo «descubriera». Técnicamente, además, son piezas que entrañan una gran dificultad, requieren una gran fuerza y flexibilidad por parte del pianista (en esta ocasión, Alicia de Larrocha), aunque, sin duda, es un placer tenerlas entre los dedos.

Concierto para violín Op.35 de Tchaikovsky

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Este fin de semana hemos ido a ver El concierto, una película de Radu Mihaileanu. El título hace referencia a la obra protagonista de la trama: el concierto en Re Mayor para violín de Tchaikovsky. La película es muy recomendable, cómica y enternecedora, llena de músicos rusos en busca del pájaro de fuego, que tocan como sólo saben hacerlo al Este de los Urales. El único inconveniente que le encontré, es que me ha dejado grabado en los oídos, con tinta indeleble, el dichoso concierto. Consecuentemente, hoy me he propuesto contagiároslo también a vosotros.

Se trata de uno de los conciertos más populares para violín y, probablemente, uno de los más difíciles. De hecho, cuando Tchaikovsky terminó de escribirlo en 1878, dedicándoselo a uno de los maestros del violín de la época, Leopold Auer, este lo rechazó aduciendo que era una pieza imposible de tocar. Sí era posible tocarlo, sin embargo. De hecho, Tchaikovsky había trabajado con su pupilo y violinista, Yosif Kotek, en su composición. Tras buscar a un nuevo intérprete, la obra se estrenó en 1881 a manos de Adolph Brodsky, ante el rechazo inicial del público (probablmente esta primera interpretación no fue lo bastante ensayada). Hoy, sin embargo, forma parte del repertorio más conocido del romanticismo.

Me sorprendió descubrir que Tchaikovsky compuso esta obra en un retiro vacacional, mientras se recuperaba de la depresión causada por su fracasado matrimonio. La homosexualidad encubierta del compositor lo había llevado a casarse con Antonina Miliukova, para mantener las apariencias y con un resultado desastroso. Sin embargo, al escuchar el primer movimiento de este concierto percibo, no tristeza, sino todo lo contrario: euforia, una alegría de vivir desbordada… no histérica ni hilarante, sino puramente romántica: tierna, apasionada, dando brincos por la pradera. El segundo movimiento, por otra parte, a pesar de todo su lirismo, no me parece muy íntimo. Parece más bien que Tchaikovsky nos contase una leyenda, muy triste, sí, pero ajena a él.

El aplauso en la música clásica

Leo en Strambotic un interesante artículo titulado ¡No aplaudas todavía! La evolución de la ovación en la música clásica en el que se comenta una conferencia del crítico musical Alex Ross en la Royal Philharmonic Society. Según Ross:

XVIII: «Los oyentes del siglo XVIII se arrancaban a aplaudir mientras sonaba la música, igual que sucede actualmente en los clubs de jazz».

XIX: «La práctica de aplaudir en cualquier momento parece haber muerto en el transcurso del siglo XIX, aunque el público seguía aplaudiendo al final de cada movimiento de una pieza larga».

XX: «Al principio del siglo XX, cundió la idea de que uno debía permanecer en absoluto silencio durante una pieza con varios movimientos».

Actualmente se sigue esta norma última, y todavía existe un sector del público que acude a los conciertos que no sabe cuándo aplaudir; a veces hay quien se confunde y rompe la atmósfera, y ciertamente esto sienta muy mal entre el resto del público (donde me incluyo), que lo reprende severamente. Esto podría interpretarse como «una suerte de mandato divino cincelado en piedra», como lo define el autor del artículo, pero yo no lo veo así.

En mi opinión, el aplauso nunca ha dejado de ser una manifestación espontánea de aprobación. La música, como todas las artes, ha sufrido una evolución y el aplauso se ha ido amoldando a las necesidades que va demandando dicha evolución a lo largo del tiempo.

Me explico. En los comienzos del Clasicismo (por simplificar y no remontarnos más atrás), las sonatas —por poner un ejemplo— eran monotemáticas, de un solo movimiento, por lo que está claro que al final del movimiento surge el aplauso. Es probable que hubiera aplausos intermedios dado que dichas obras solían contar con cadencias donde el instrumentista improvisaba. Más tarde, las obras van ampliando el número de movimientos. Comienzan a surgir, por ejemplo, sonatas de tres o cuatro movimientos, como las de Mozart. Pero en estas obras todavía hay poca cohesión entre movimiento y movimiento; es decir, podría interpretarse cada movimiento por separado sin ningún problema. Tiene sentido, por tanto, aplaudir tras cada movimiento.

Con la llegada del Romanticismo y hasta nuestros días, se tiende a dotar de mayor coherencia al conjunto de movimientos entre sí, a crear un TODO. Y por supuesto que hay excepciones; criticadas, por cierto: por ejemplo, véase la Sonata nº2 de Chopin (que contiene, como tercer movimiento, la famosa Marcha Fúnebre). Esta sonata fue muy criticada en su día porque es una mezcolanza de 4 movimientos con poca o ninguna relación entre ellos.

Así pues, los movimientos ya no tienen sentido por separado. No puede interpretarse un solo movimiento de la Patética de Tchaikovsky, por ejemplo, porque dicha obra es un todo que hace un gran arco: hay una gran subida desde la desesperación del primer movimiento hasta el optimismo del tercero y una gran caída en el cuarto hasta la muerte. El aplauso único final surge como necesidad de la obra, igual que no apreciamos un cuadro mirando sólo una cuarta parte del mismo.

Ahora bien, podríamos plantearnos: entonces, ¿aplaudimos de diferente manera dependiendo del periodo al que pertenezca la obra que estamos escuchando? Mi opinión es que no, aunque puede defenderse la contraria perfectamente. De la misma manera, existen músicos con la opinión de que la música debe interpretarse con los instrumentos y las reglas estilísticas de su época. Yo también estoy en contra de dicha opinión. Los instrumentos han evolucionado, la música ha evolucionado, los instrumentistas han cambiado, y todos estos cambios, creo, han sido a mejor. Por tanto, ¿por qué no interpretar una obra de Bach tal y como la entendemos hoy en día, por qué no concebir las obras de cualquier periodo como un todo y aplaudir al final?

No veo una «trayectoria declinante» del aplauso. Simplemente responde a las necesidades de la música.