El quinteto de viento

Dentro de la llamada música de cámara —música compuesta para pequeñas agrupaciones, sin director—, existen múltiples combinaciones que han ido surgiendo unas veces por necesidades de la propia música, otras por caprichos del compositor y otras por necesidades históricas (véase el Cuarteto para el fin de los tiempos, de Olivier Messiaen, compuesto y estrenado en un campo de concentración de la Segunda Guerra Mundial con los instrumentos que disponía: clarinete, violín, cello y piano). La agrupación más famosa es sin duda el cuarteto de cuerda (dos violines, viola y cello) y otras de las más utilizadas por los compositores de todas las épocas son los dúos (cualquier instrumento y piano, voz y piano, por ejemplo) y el trío de cuerda, aunque existen muchísimas más.

De entre todas las formaciones existentes, el quinteto de viento es de las más jóvenes, pero ha logrado situarse como una de las agrupaciones camerísticas más importantes gracias a la gran aceptación que ha tenido entre los compositores del siglo XX. Está compuesto por flauta, oboe, clarinete, fagot y trompa; cuatro instrumentos de viento madera y uno de viento metal, todos ellos con una técnica, un timbre y unas posibilidades muy distintas, en contraste con la homogeneidad del cuarteto de cuerda, lo que supone un reto añadido tanto para el compositor como para el ejecutante.

El primer compositor que escribió una obra para esta formación fue el checo Anton Reicha. Concretamente compuso 24 quintetos de viento a partir de 1811 que tuvieron mucho éxito. Algunos otros compositores de segundo orden siguieron esta misma línea, como Franz Danzi con sus 9 quintetos, pero durante el Romanticismo se convirtió en una agrupación tristemente olvidada. Como consecuencia de las guerras mundiales, la música de cámara vivió un gran impulso en detrimento de la música sinfónica, ya que la disponibilidad de músicos era menor dado el panorama posterior a las guerras en determinados países y los compositores debían conformarse con escribir para pequeñas agrupaciones si querían que sus obras fueran estrenadas. Así pues, como ya hemos comentado, fue durante el siglo XX cuando se popularizó el uso del quinteto de viento en particular y, gracias a ello, se estandarizó (existían otras variantes que cambiaban la flauta por un oboe o la trompa por un corno inglés). Compositores como Nielsen, Holst, Schoenberg, Villa-Lobos, Milhaud, Hindemith, Ligeti, Jean Françaix y otros tienen en su haber obras para quinteto de viento.

Hoy vamos a escuchar una obra de Franz Danzi (1763-1826), compositor y cellista alemán contemporáneo de Beethoven. Se trata del tercer quinteto de viento del Op.56, dedicado precisamente a Anton Reicha. Como este último, Danzi componía sus quintetos en cuatro movimientos:

  1. Rápido, con forma sonata, con o sin introducción lenta.
  2. Lento con forma variable.
  3. Un menuetto o un scherzo.
  4. Rápido, con forma sonata o rondó-sonata.

La interpretación corre a cargo de mi quinteto: Aeolian Quintet. Esta grabación está tomada el mismo día del X Concurso Fernando Remacha con una cámara de fotos, por lo que el audio (y la imagen, por qué no decirlo) es pésimo, así que perdonen las disculpas.

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Sonata para móvil, tos, caramelo y palmas

El público murmura mientras hojea el programa. Comienzan a salir los músicos de la orquesta y arranca un tímido aplauso que se desvanece cuando todavía faltan los contrabajos, algunos metales y la percusión. Todos sentados; se hace el silencio. El concertino se levanta y comienza el paripé de la afinación. Ya han terminado cuando todavía se oye al oboe dando el coñazo con alguna virguería. Entonces sale el director; músicos en pie y público entregado, ahora sí, en un sonoro aplauso. Hace un gesto y se da la vuelta. Vuelve a hacerse el silencio.

Concentración máxima. Los instrumentos están en posición. La batuta se yergue en el aire amenazante y los músicos la miran mientras tensan todos los músculos del cuerpo. Se eleva acompañando el gesto del director, todos respiran al mismo tiempo, comienza a caer y entonces… la señora que está en la sexta fila comienza a sacar un caramelo de su envoltorio. Ha decidido que ese es el mejor momento para hacerlo y no tiene ninguna prisa. Tampoco parece que el caramelo esté por la labor de facilitar la tarea. El plástico se retuerce y cruje durante unos diez segundos que parecen eternos, hasta que finalmente cede y su contenido queda liberado. No contenta con ello, se dedica a hacer una bolita insostenible con el envoltorio; otros diez segundos, lógicamente, ante tan ardua tarea.

La música avanza, se abre paso. La magia sigue materializándose ante nuestros oídos. Llega un pasaje pianissimo. El viento-madera ejecuta una secuencia de acordes mientras las cuerdas aportan alguna floritura. Momento precioso y delicadísimo que un señor de la fila veintitantos ve como idóneo para preguntarle al espectador de su izquierda si vio el partido del sábado. Claro, es que en un forte no le oye bien.

El primer movimiento toca a su fin. Una coda brillante y sonora de una forma sonata. Con un ademán del director, la música cesa. Flota en el aire la resonancia de la sala y, en decenas de milisegundos, de nuevo el silencio. Y ahí comienza una carrera que dura centésimas de segundo. Un sector del público lucha por determinar quién es más rápido dando la primera palmada del aplauso. Han vuelto a meter la pata. El resto del público se lo recrimina mediante siseos, incluso el director tiene que hacer un gesto para indicar que se callen: el segundo movimiento, lento, va a comenzar y la atmósfera está totalmente rota.

Llega la parte melódica y los solistas comienzan a lucirse uno tras otro. El oboe conversa con la flauta, el fagot con el clarinete. La trompa también tiene su momento. Pero de repente hay una extraña mezcla de melodías. ¿Alguien ha entrado donde no debía? Ah, no, es el móvil del señor que está en los asientos laterales. Introduce la mano en su bolsillo y comienza la búsqueda. El tamaño del mismo es tal que ni siquiera le cabe la mano entera, pero, por alguna misteriosa razón, el móvil se ha escondido en algún recoveco insondable. Finalmente lo saca y se queda mirando el brillante LCD mientras el soniquete sigue repitiéndose, ahora con mayor claridad. Por fin pulsa el botón rojo y las miradas amenazadoras se tornan de nuevo hacia el escenario.

Está siendo un segundo movimiento maravilloso. Su escucha produce un placer sólo comparable al silencio que precederá al tercer movimiento, momento que servirá para paladear el recuerdo de los últimos minutos. Porque esta vez, afortunadamente, no volverá a repetirse el aplauso a destiempo. El segundo movimiento se esfuma poco a poco hasta que desparece por completo. Y es en ese preciso instante cuando un veinte por ciento del público decide que es una buena ocasión para dar rienda suelta a su repentina tuberculosis. Tosen como si se acabaran de tragar una piscina olímpica.

Tras un interludio completo de expectoraciones varias, no hay tiempo para más y comienza el tercer y último movimiento. La viveza del Rondó anima a la gente, que se dedica a componer su propia fuga de toses —a modo de sujeto— y cuchicheos —a modo de respuesta—; dos filas más allá, contra-sujeto y contra-respuesta; unos estrechos en el segundo anfiteatro.

El concierto ha llegado a su fin. Ya no sé ni cómo lo ha hecho la orquesta… pero a esos músicos hay que aplaudirles, aunque no sea más que por lo que han aguantado. Apenas ha arrancado el aplauso cuando una horda de jubilados con dinero y sin aficiones ya se ha levantado del asiento y se dispone a abandonar el auditorio. No me extraña.

X Concurso de música de cámara ‘Fernando Remacha’

Premio en Categoría A. El máximo galardón en la Categoría A, la del Conservatorio Superior [de Navarra], dotado con 1.600 euros, fue para el quinteto de viento [Aeolian Quintet] de dicho centro integrado por los músicos Amaia Gómez (flauta), Jesús Ventura (oboe), Iñaki Úcar (clarinete) Javier Arruabarrena (Trompa) y Peio Berasategi (fagot). El segundo premio en esta categoría quedó desierto, al no pasar ninguna otra formación a la final.

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Sinfonía No.9 en do mayor D.944 de Schubert

Todavía no habíamos hablado por aquí de Franz Schubert, compositor austriaco continuador del Romanticismo de Beethoven. Fueron contemporáneos y quizás por ello el talento de Schubert siempre creció a la sombra del primero. Vivió en la pobreza, de la caridad de sus amigos; sus obras operísticas y orquestales nunca fueron publicadas o estrenadas en vida. Sin embargo, más tarde se le ha reconocido como el gran compositor que era, uno de los más grandes de la historia cuya caraterística principal es el bello tratamiento que hace de la melodía.

Su Sinfonía No.9 —apodada la Grande por su larga duración (alrededor de 1 hora) y en contraposición con la sexta sinfonía también en do mayor y apodada la Pequeña— es sin duda una de sus mejores obras. Aunque en 1840 fue publicada como Sinfonía No.7, hoy en día se considera que la número 7 es la D.729 compuesta en 1821, obra que, aunque estructuralmente estaba completa, no fue orquestada totalmente por Schubert, sino por otros autores posteriores. La número 8 se corresponde con la Inacabada (que consta únicamente de dos movimientos completos), y la última fue la que tenemos hoy entre manos.

Esta sinfonía se cree que fue compuesta entre 1825 y 1826, aunque no fue presentada a la Gesellchaft der Musikfreunde hasta 1828, año de su muerte. La obra fue rechazada por su excesiva duración y dificultad para ser interpretada en público, y sólo recibió un pequeño pago por ella. Quedó abandonada en un cajón por muchos años hasta que Schumann viajó a Viena en 1838 y encontró un manuscrito en casa del hermano de Schubert. De vuelta a Leipzig, entregó la obra a Mendelssohn, quien la estrenó finalmente en 1839.

Es una de esas obras que hay que escuchar en directo si se tiene ocasión. Por mi parte, pude interpretarla hace un par de semanas con la orquesta del conservatorio y la experiencia fue inolvidable. Para el músico, aparte de disfrutar de la inigualable belleza de las melodías, es un ejercicio de resistencia verdaderamente complicado.

Disfrutemos de la batuta de Herbert von Karajan. Animo a los oyentes a buscar guiños presentes en el cuarto movimiento. Hay uno muy claro al cuarto movimiento de la novena de Beethoven.

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La calidad en Youtube es baja. Recomiendo escucharla en Spotify:

Sonata en la menor No.8, KV 310 de Mozart

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Poco se puede contar sobre la biografía de Mozart que no os suene a todos, después de ver Amadeus. De alguna manera, la figura del «genio austriaco» ha sido estereotipada hasta el aburrimiento, hasta convertirse sólo en el niño prodigio, el tocado por los dioses, el mártir de muerte precoz… antes que en el autor de la música de Mozart. Quizás por eso, debo confesar, le tengo cierta manía. Por eso, y por la candidez y la cortesía que rezuman muchas de sus obras. Interpretar a Mozart me suele traer a la mente las pelucas y las normas de protocolo, por eso, mientras mis dedos intentan torpemente reproducir ese sonido preciso, equilibrado, exquisito (tan «andante expressivo molto grazioso») que idealiza mi cabeza, me convenzo de que nunca seré lo bastante educada y que me sobran cinismo y 3 kilos de mala leche para tocar bien sus obras. Interpretar a Mozart es darme cuenta de que tengo unos dedos de carne y hueso (hedonistas, para colmo), que el aire de la sala contiene impurezas, que hasta las cuerdas del piano son demasiado reales y matéricas, como para estar a su altura.

Entre tanto corset y tanta finura, me sorprende que Mozart siga teniendo tanta popularidad hoy en día (aunque, insisto, sospecho que es más popular el personaje, Amadeus, que su música). La contención, está visto, no es para mí, pero tampoco parece muy propia del siglo XXI, más bien romántico. Y, sin embargo, me entusiasma que, incluso dentro de esa contención, de ese idealismo puramente clásico, haya cabida para emociones más oscuras. Prueba de ello es el Réquiem, claro. Pero también otras piezas como la obra que hoy os presento.

La Sonata No.8 en la menor de Mozart fue compuesta en el verano de 1778. Consta de 3 movimientos (rápido-lento-rápido) y es, probablemente, una de sus sonatas más temperamentales y pesarosas. De hecho, es su primera y una de sus dos únicas sonatas escritas en una tonalidad menor. Cuando la compuso, Mozart se hallaba de viaje en París con su familia, en busca de empleo y pasando apuros económicos. Por eso, cuando su madre enfermó, tardaron demasiado en llamar a un médico y no pudieron hacer nada cuando empeoró y falleció, el 3 de julio de 1778. Es posible que la  inquietud y desesperación que se escucha en el primer movimiento corresponda de alguna manera a esa impotencia. En el segundo, en cambio, la música se llena de melancolía.

La intérprete de hoy es Mitsuko Uchida. Por otra parte, si alguno se anima a analizar el primer movimiento, es fácil encontrar la forma sonata que presentamos hace semanas: La exposición, con sus temas A (0’00») y B (0’41»), se repite a partir de 1’30». El desarrollo comienza en 2’58» y la reexposición en 3’52» (esta vez, con el tema B en la menor, 4’36»). Ambos (desarrollo y reexposición) se repiten en 5’30».