Ahora que los artistas son dioses

Durante décadas, ocurrió que el genial polaco-francés (Fryderyk Franciszek o Frédéric François Chopin), […], fue objeto de una devoción desinteresada, pero sin duda malentendida. Se veía en él al tuberculoso genial, refinado en extremo, que vomitaba sangre sobre el teclado (según una versión de Charles Vidor para Hollywood) […]

La imagen de Chopin, todo lo estereotipada que se quiera, no impedía que los oyentes de décadas pasadas gozaran con sus melodías y ritmos fascinantes. Pero al mismo tiempo, una legión de excelentes pianistas, un público de mayor formación y sobre todo un núcleo de estudiosos y compositores sabían también que la música de Chopin encerraba una mina de diamantes, accesible para quienes estuvieran en condiciones de reconocerla. Y esta corriente no se ha detenido nunca, pese a la cantidad de libros y artículos de oportunistas escritores (y versiones pianísticas, dicho sea de paso) que durante años se empeñaron en mostrar a un Chopin ridículamente edulcorado.

¿En qué estamos hoy, cuando se conmemora el bicentenario de su nacimiento? Mucho más cerca del momento ideal de evaluación y reconocimiento total de su arte, entre otras razones porque todo aquel grupo de bien pertrechados intérpretes y estudiosos de la música, desde la década de 1940, se propusieron echar por tierra la idea de Chopin como estandarte de un romanticismo desmelenado. Hay que aceptar que este persistente y gratuito añadido no ha sido aún derrotado por completo, pese a que choca, literalmente, con la actitud del polaco, hostil a toda música «literaria», confesional, a toda efusión no controlada, y a sus esfuerzos por transmitir sentido lógico, claridad y una percepción aguda de las proporciones.

Es cierto que en alguna ocasión Chopin dijo: «Prefiero escribir todas mis sensaciones antes que ser devorado por ellas». Lo que en cambio se advierte hoy es que, al transformar en música esas sensaciones, las despojaba de su carácter individual.

Hoy es Lunes y, para variar, no os voy a recomendar ninguna pieza musical, sino un artículo de Paola Suárez Urtubey a propósito del bicentenario del nacimiento de Chopin, que se cumple este año. Aderezado con una pequeña reflexión: hasta qué punto se sobrevalora la subjetividad del artista, su estado emocional a la hora de crear. De algún modo, se debe ser sensible para concebir ideas emocionantes, pero es inteligencia y técnica lo que las convierte en obras universales. Es necesario controlar esa emoción que, posiblemente, nos anima a romper el piano a hachazos (o a besarlo y restregarnos contra él con dulzura, según) para transformarla en algo diferente, y además, es necesario conocer el idioma que hace posible esa transformación.

Ahora que los artistas son dioses, la «Inspiración» se ha convertido en un don no menos mágico y divino. Las Obras Geniales, descienden sobre los Elegidos, y sólo ellos, dotados con semejante poder, están autorizados para valorarlas. Sin embargo, me gustaría reivindicar la figura del artesano: el trabajador que se olvida de sí mismo para construir algo que lo trasciende, una obra enriquecedora para otros, elaborada con esfuerzo, inteligencia y conocimientos. Decía Celaya que se sentía un «ingeniero del verso». Yo no podría estar más de acuerdo.

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Mozart y las funciones armónicas

Dentro de la armonía tonal, se designan los grados de la escala como cada una de las siete notas que la forman. Por ejemplo, en la tonalidad de Do Mayor: do, re, mi, fa, sol, la y si; en la tonalidad de La menor: la, si, do, re, mi, fa y sol. Y se etiquetan con números romanos: I, II, III, IV, V, VI y VII, respectivamente. Sobre estos grados, se forman acordes por superposición de intervalos de tercera, y cada uno de estos acordes tiene una función dentro de la tonalidad:

  • I -> Tónica
  • II -> Subdominante de segundo grado
  • III -> Tónica de tercer grado
  • IV -> Subdominante
  • V -> Dominante
  • VI -> Tónica de sexto grado
  • VII -> Dominante de sensible

Toda esta breve explicación que no tiene mayor pretensión que la de servir de introducción, no ha sido más que una excusa para lo que os presento a continuación. Cada una de estas funciones armónicas, por su sonoridad, tienen diferentes caracteres. En los siguientes vídeos, se ponen de manifiesto estos caracteres de forma gráfica: se toman dos obras de Mozart y se van poniendo caras a los diferentes grados por los que pasa la música. Curioso cuando menos.

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La evolución a ritmo de Bolero

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No es la primera vez que publicamos un fragmento de la película Allegro non troppo, de Bruno Bozzetto. Si su interpreatción del vals triste de Sibelius me pareció perfecta para la música, esta versión del Bolero de Ravel me ha sorprendido, porque yo misma me había planteado trabajar en una animación parecida: con peces sucesivamente más grandes devorando a otros más pequeños, pero, en esencia, la música me había sugerido la misma idea. De alguna forma, el Bolero, con su ritmo constante (la percusión no varía en toda la pieza), su tema sensual y tranquilo, su dinámica siempre creciente, nos remite a un fenómeno imparable, maquinal, que se repite una y otra vez en un bucle creciente y se expande conquistando nuevos territorios. Como una infección incontrolada, o como la aparición y proliferación de la vida en la Tierra, que viene a ser algo parecido.

En cualquier caso, la excusa es perfecta para hablar de Maurice Ravel y su archiconocido Bolero. Fue compuesto hacia 1928 a instancias de Ida Rubinstein. Esta  célebre bailarina francesa, pretendía hacerle la competencia a los Ballets Rusos de Diaghilev con su propia compañía. Por ello encargó a Ravel que idease un «ballet con carácter español» que ella misma representaría. Por aquel entonces, Ravel era un compositor muy reconocido, y estaba a punto de emprender su gira por Norteamérica, uno de los puntos cumbre de su carrera, seguido por el estreno del Bolero y su Concierto para piano.

Ida Rubinstein retratada por Valentín Serov.

La idea del Bolero, sin embargo, llegó más bien de rebote. En un principio Ravel pensó en trabajar en un arreglo para orquesta de de la Suite Iberia de Albéniz. Sin embargo, en el último momento y con el trabajo ya empezado, se enteró de que los derechos para esa obra habían sido cedidos en exclusiva a Enrique Fernández Arbós, un antiguo discípulo de Albéniz (SGAE, dando por culo desde 1899). Nunca sabremos cómo habría sonado el arreglo de Ravel (una verdadera lástima, ya que, como se demuestra en la pieza de hoy, era un gran orquestador) y Arbós nunca llegó a terminar su trabajo. Sin embargo, y pese a la decepción inicial, Ravel salió adelante con una nueva y atrevida idea, dando lugar a la que hoy es, sin duda, su obra más conocida e interpretada.

El punto de partida era sencillo: Ravel quería componer una pieza a partir de un solo tema musical (0’50»-1’34») y un contratema no demasiado contrastante (2’30»-3’15»), repetidos incesantemente durante más de 15 minutos y sin la menor variación. Se trataría, por tanto, de una partitura sin evolución ni desarrollo, donde el único elemento estructural, lo único que gradúa la tensión y da una dirección a la música, es su orquestación, siempre creciente. En este sentido, hablamos de una partitura experimental, algo parecido a los Ejercicios de estilo de R. Queneau (siempre lo mismo pero nunca igual). De hecho, el mismo Ravel consideraba su Bolero como un mero ejercicio de orquestación y su éxito llegó a sorprenderle. En cualquier caso, el resultado es una pieza muy original, puede que algo aburrida para algunos (sobre todo para el percusionista), pero ante todo, una música sensual, obsesiva y tremendamente pegadiza, quizás de ahí su gran popularidad.

El sombrero de tres picos de Falla (suites orquestales)

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La primavera de 1916, Madrid disfrutaba de la visita de los Ballets Rusos de Diaghilev. Tuvo lugar entonces un feliz encuentro, que nos dejaría como legado la obra histórica que hoy os presentamos. El sombrero de tres picos, fue fruto de la colaboración de tres grandes talentos: Manuel de Falla como compositor, Sergei Diaghilev como productor y Pablo Picasso a cargo de la escenografía.

Bocetos de Picasso para los trajes de "El sombrero de tres picos".

Si bien Diaghilev y Falla eran viejos conocidos de París, fue durante este viaje cuando Diaghilev le propuso realizar un ballet sobre una de sus partituras. Falla pensó entonces en una pequeña obra que tenía entre manos y deseaba ampliar, una pantomima titulada El corregidor y la molinera, basada en la novela de  Pedro Antonio de Alarcón, que más tarde daría título al ballet: El sombrero de tres picos. Diaghilev aceptó esperar a que la nueva partitura estuviese terminada. Sin embargo, algo impacientado, le sugirió a Falla la posibilidad de realizar un ballet sobre Noches en los jardines de España, partitura que había tenido ocasión de escuchar a manos del propio compositor, precisamente, durante su visita a España en 1916. Por desgracia, nunca sabremos cómo habría sido ese ballet: mientras Diaghilev alababa la sensualidad de la música y sus posibilidades de cara a una narración erótica, a Falla, católico devoto y (según las malas lenguas) célibe durante toda su vida, le horrorizaba el futuro que le depararía a su inocente Generalife, en manos del productor de La consagración de la primavera.

Finalmente, el ruso tuvo que esperar, pero mientras tanto fue reclutando a los mejores artistas de la época para el estreno del ballet: Léonide Massine como coreógrafo, Ernest Ansermet, como director orquestal y Picasso a cargo de la escenografía. Por fin, el 22 de julio de 1919, el ballet se estrenaría con gran éxito en el Alhambra Theatre de Londres. Sin embargo, Falla nunca llegaría a disfrutar de este aplauso: ese mismo día, su madre fallecía en Madrid. El compositor, que se encontraba de viaje en un intento por llegar a verla por última vez, recibiría la noticia a través de los periódicos.

Tras el estreno del ballet, Falla escribió las dos suites orquestales por las que hoy es más conocido. En ellas suprimió algunas escenas descriptivas y los fragmentos vocales femeninos. De este modo, la música puede funcionar por sí misma, sin un hilo conductor dramático. En el vídeo de hoy podéis escuchar ambas suites a cargo de Riccardo Muti como director de la Philadelphia Orchestra. Os recomiendo, sobre todo, la Suite No.2, a partir del segundo vídeo, y su espectacular danza final (tercer vídeo).