Una de las capacidades más bonitas —y más peligrosas si se desboca también— del ser humano es la de imaginar. Imaginar es inmediato, sencillo y barato; no requiere elementos externos, no tiene límites. Simplemente surge, incluso cuando dormimos, de manera más o menos automática. Esto nos abre un abanico tan amplio de posibilidades que, estadísticamente, es inevitable que surja un buen puñado de ideas inmediatas, sencillas, que por su atractivo se propagan de forma vírica y que, de nuevo por pura estadística, probablemente no se corresponden con la realidad.
Pero si albergamos una cualidad más valiosa todavía, esa es la del pensamiento racional, el pensamiento crítico. Esta herramienta, a diferencia de la anterior, cuesta, requiere esfuerzo y tiene grandes limitaciones que hay que ir salvando al ir incorporando la realidad que nos rodea. Supone la gran criba del abanico de ideas que nos regala la imaginación, y nos sirve para incrementar notoriamente la probabilidad de que una de esas ideas se corresponda efectivamente con nuestro entorno, hasta el extremo, si es posible, de quedarnos con una sola de ellas. QED.
Son dos formas de conocer el mundo. Una consiste en quedarse sentado en la butaca mirando un espectáculo de marionetas que bailan mágicamente sobre una cortinilla y hacer cábalas sobre la naturaleza de esos extraños seres. La otra consiste en levantarse de la butaca, tirar de la cortinilla y ver qué diablos hay ahí detrás. De nuevo, la primera es la más cómoda. La segunda, en cambio, requiere esfuerzo, recursos y una metodología; aun así, tiene una clara ventaja: unos cuantos pueden tirar de la cortinilla y los demás contemplar el resultado. El problema viene cuando el resto de la sala se ensimisma y mira hacia otro lado en el momento en que esto se produce.
El hecho es que, continuando con la metáfora del teatro, incentivar a que la gente mire, se interese, se acerque e incluso participe tirando de la cortinilla no es tarea fácil. Entre los escépticos surge a menudo cierta discusión y polémica a este respecto. ¿Cómo combatir algo tan fértil e inmediato como el pensamiento mágico con algo tan efectivo pero a la vez tan lento y tan complejo como la ciencia? A partir de esa cuestión, diversidad de opiniones. Hay quien aboga por la sátira, la mofa, la befa y el ridículo como herramientas igual de inmediatas que lo que se pretende combatir; otros prefieren las buenas palabras y las largas explicaciones; y, entre medias, mil matices aderezados con mayor o menor rigor científico. Yo entiendo que todas las formas de comunicación juegan su papel: tienen su momento y su lugar, y a su manera son necesarias e indispensables.
En un primer escalafón en cuanto a rigor y metodología se encuentran los científicos, que son en última instancia los generadores de conocimiento y los que mueven ese gran rodillo que es la ciencia. Una segunda capa se nutre de la anterior, digiere la información, y se la ofrece a un público más amplio y menos especializado. La conocemos como divulgación científica, y posee tantos niveles como grados de digestión dependiendo de a cuánto público se pretenda llegar. Luego se plasma en libros, documentales, revistas, blogs, y un largo etcétera. Pero, por último, ¿qué hacemos en la comunicación de lo inmediato? ¿Qué hacemos en esos dos minutos de aparición radiofónica, en esos diez minutos de entrevista televisiva? ¿Cómo llegamos a un público cuya única pretensión es un poco de distracción?
Esa es la papeleta que le tocó jugar a Javier Armentia anoche en el programa de Buenafuente. Ardua tarea: resumir una colección de libros tan extensa en contenido como ¡Vaya timo! en apenas unos minutos de un show humorístico. Por eso mismo, quizás lo más útil y efectivo es precisamente lo que consiguió hacer: repetir una y otra vez entrelazadas con las escuetas explicaciones que permite el formato frases como «es mentira», «es un timo», «nos están engañando», «no hay pruebas», «no funciona», etc., de manera directa y diáfana, de forma que estas queden inequívocamente adheridas en la mente del espectador a términos como «bruja», «tarot», «homeopatía», «religión», «psicoanálisis», etc.
Estoy convencido de que este método, por lo menos, consigue que el espectador dirija la mirada hacia esas marionetas ya desnudas, y tal vez mañana, quien sabe, incluso se anime a levantarse de la butaca y acercarse hasta el escenario.