Un aspecto bastante criticable de mi facultad es la ausencia de espíritu crítico (salvo muy honrosas excepciones, claro). Con aquello de que los artistas debemos ser sensibles, receptivos, místicos y milagrosos, las más divertidas sandeces pasan por «manifestaciones de las múltiples subjetividades del alma humana» (somos todos tan postmodernos…). Tonterías parecidas se pueden oír por doquier. El martes pasado, sin ir más lejos, le dedicamos una clase entera a Masaru Emoto. Pero me preocupan mucho más los «dogmas» que hacen posible justificarlas, entre otras cosas, porque no forman parte, exclusivamente, del credo de los artistas; se trata de creencias generalizadas, no sé si incuestionables pero, desde luego, rara vez cuestionadas. En varias entradas intentaré reunirlos y rebatirlos, aunque desde ya advierto que mis opiniones en este campo son bastante radicales: que nadie salga ofendido.
Dogma No.1:
El artista crea para sí mismo.
Un buen filósofo (peor profesor), que me dio clase en Bachillerato, solía contarnos la historia de una niña monísima que quería ser artista. Bien dispuesta, fue a estudiar a la Academia de Bellas Artes de París, pero allí, un severo profesor la obligaba a pintar estatuas para mejorar su dibujo. Un día se encaró con él:
—Maestro, yo no he venido aquí a pintar estatuas.
—¿Y a qué ha venido si no?
—Yo quiero… expresar lo que siento…
—Pero es que lo que usted siente, sólo le interesa a su mamá.
El cuento resume bastante mi propia opinión. Un artista puede crear lo que le dé la gana, incluso puede hablar sobre sí mismo, pero su obra sólo tendrá valor artístico en tanto que interese de algún modo a sus destinatarios: los demás.
Aquí viene a cuento la frase del otro día, especialmente ácida, pero no por ello menos cierta. El artista, como todos, presta un servicio, y de hecho, un servicio bastante más dispensable que otros (comida, salud, ropa…). La idea de un creador cuya función fuese, exclusivamente, admirar y darle gusto a su propio ombligo, no se sostiene socialmente. ¿Qué sentido tendría mantenerlo? ¿El arte por el arte? ¿Algo que se valora porque se valora? ¿Y si de repente me diera por decir que un montón de basura es arte? Oh, wait!…
Esto, en principio, me parece bastante obvio, pero implica otra cuestión, probablemente más polémica: cualquiera que pague la entrada de un museo, como destinatario de la obra, tiene «derecho» a juzgarla, y si es un museo público, más aún. Me tocan mucho las narices los planteamientos según los cuales, el arte contemporáneo es incomprendido «porque la gente es una inculta», como si fuese obligación del público amoldarse a las pretensiones del artista y no al revés. No digo yo que la gente no sea inculta, pero si el artista realiza una obra demasiado críptica, o que sólo sea comprensible a un nivel puramente intelectual, tendrá que contar con un público reducido y elitista. El responsable de ello no será el público, sino el artista.