Dogma No.3:
No pienses, déjate llevar.
El año pasado cursé el segundo curso de pintura, y sí… creo recordar que pinté algo, pero, desde luego, escribí el triple. Cada lienzo requería una explicación, cada proyecto una investigación teórica de 50 páginas, cada trazo una excusa conceptual. Ningún trabajo se corregía sin su correspondiente pirueta erudita, y, de hecho, cada calificación se asignaba en tutorías, después de haberse explicado ante la profesora: «Yo aquí he querido representar…». Ahora vendo motos como caramelos (de hecho saqué una notaza). Sigo pintando de pena, eso sí, aunque por suerte mejor que mi hermano, que me ayudó a rellenar la mitad de los lienzos: la imagen es un ejemplo de su «talento».
Resulta paradójico que, en una época en que se ensalza hasta tal punto el concepto, en que la obra se valora más como una propuesta teórica que por la imagen que muestra, un consejo frecuente a la hora de disfrutar este tipo de creaciones sea el «déjate llevar», «no intentes entenderlo», «sólo siéntelo». No digo que no haya obras contemporáneas que se dejen degustar por los sentidos, pero en la mayoría de los casos, no es este el motivo (la imagen) por el que se las valora. La fuente de Duchamp, los «drippings» de Pollock, la Caja de Brillo de Warhol, no están en los libros de texto por «cómo son», sino por «lo que son», por lo que su discurso supuso en un momento dado de la historia del arte. Lo mejor y más importante de la obra está fuera de la propia obra.
El otro día, un lector comparaba el arte contemporáneo con un poema en chino, imposible de valorar si desconoces el idioma, y yo, no podría estar más de acuerdo: gran parte de estas obras revelan su contenido a través de un código, cuya relación con la obra es puramente abstracta, simbólica. Para valorar la obra es necesario conocer el código. Toda obra de arte de cualquier época, hasta cierto punto, se sirve de este nivel abstracto. Cuando vemos un Cristo con una aureola al rededor de la cabeza, o una corona de espinas, podemos reconocer al protagonista porque conocemos el significado de esos símbolos. La diferencia es que, hasta cierto punto, estas obras también tienen una relación icónica con su contenido: esto es, quizás no sepa que ese tipo es Cristo, pero su posición en el centro del altar, su actitud magnánima, el trono en que se sienta, los millones de seres rubios con alas que le cantan alrededor, me indican que es un señor importante. O… quizás desconozca a Caín y Abel, pero, desde luego, la mirada agresiva del feo de la izquierda me indica que no está tramando nada bueno. Más cultura me permite una apreciación más profunda de la obra, extraer más significados, pero menos cultura no implica necesariamente que no pueda acceder a ella. Hasta cierto punto, esa obra está usando un código general, se está valiendo de las posibilidades narrativas de la imagen, de sus características, de la información que extraemos gracias a nuestros mecanismos de percepción de manera automática.
La cuestión que quiero plantear aquí es: por qué utilizar códigos particulares, abstractos, pudiendo usar un código general, icónico. ¿Por qué despreciar las posibilidades narrativas y comunicativas de la imagen (o del sonido, en el caso de la música), pudiendo explotarlas para hacernos entender como artistas? Si el objetivo del arte fuese comunicar (concepción que parece bastante común), ¿por qué encriptar el mensaje haciéndolo más inaccesible? Más bien cabría argumentar que el arte consiste en comunicar y manipular dicho mensaje, explotando las peculiaridades de los mecanismos perceptivos del que contempla la obra de arte.