Muchos críticos de hoy han pasado de la premisa de que una obra maestra puede ser impopular, a la premisa de que si no es impopular no puede ser una obra maestra.
(Gilbert Keith Chesterton, escritor británico de comienzos del siglo XX)
Artes en general. Todo lo que no tiene cabida en la categoría de Música.
Muchos críticos de hoy han pasado de la premisa de que una obra maestra puede ser impopular, a la premisa de que si no es impopular no puede ser una obra maestra.
(Gilbert Keith Chesterton, escritor británico de comienzos del siglo XX)
Existe una élite de señores con barba de tres días, gafas de pasta, peinados hacia atrás y con trajes caros que dicen que esto es arte:
En la foto, «Merda d’artista», de Piero Manzoni.
Y diréis: «¡Menuda mierda!». Pues sí, efectivamente. Mierda de artista, concretamente, «contenido neto 30 gramos, conservada al natural, producida y enlatada en mayo de 1961», presentada el 12 de agosto de 1961 en una exposición en la Galleria Pescetto de Albisola Marina y vendida a peso de oro. Pero ¡ojito con discutir el valor artístico de esta ¿obra?!, ¡incultos!, o los señores de antes se quitarán las gafas de pasta y os mirarán mal con su ceño fruncido. «Arte contemporáneo», lo llaman.
Esto, por supuesto, no es algo nuevo. Tanto el buen arte como las mierdas pinchadas en palos siempre han existido. Y con esto no estoy descalificando todo el arte contemporáneo, que nadie se lleve a engaño. Seguro que habrá, y las hay de hecho, obras buenísimas actualmente en todo ese mogollón. Pero, obviamente, convendréis conmigo en que todo lo que se hace no puede ser bueno. Y esa es la principal diferencia entre el pasado y el presente.
Hace, qué sé yo… doscientos años, por ejemplo, la gente expresaba sin tapujos lo que sentía al presenciar la obra. Las grandes creaciones de Beethoven, o de cualquier otro, tuvieron un éxito desigual en su época. Muchas de las obras que hoy consideramos grandes piezas de arte, en su día obtuvieron pitos en su estreno, e incluso insultos. Y no hay que remontarse hasta tan lejos en el caso de la música (que es el que mejor conozco), basta con leer las crónicas del estreno de la Consagración de la primavera, de Stravinsky. Hoy en día no. Los espectadores acuden a los auditorios y al final de cada obra aplauden como borregos, aunque no entiendan lo que han escuchado, aunque no les haya gustado; como así lo dicen unos señores con gafas de pasta…
Según lo veo yo, hay dos clases de «obras nuevas que no gustan»: las de gran calidad que «se adelantan» de alguna manera a su tiempo, que no se «entienden» todavía, por decirlo de alguna forma, y las que son un bodrio, una bazofia. La gran diferencia se encuentra en que, en el pasado, en primer lugar se producía el rechazo por parte del público de ambos tipos de creaciones, para luego pasar por un periodo de asimilación, en el que los bodrios siguen sin gustar y a las grandes obras se les reconoce su valor artístico; en el presente, todo pasa, sin filtros, todo se aplaude, se aparenta que todo gusta, y ahí están los autores de bazofia viviendo del cuento; y nosotros, pobres mortales, aplaudiendo como tontos.
Y todo este rollo viene a cuento de que acabo de descubrir lo único que hace reaccionar al público, lo único que le hace levantarse de su asiento y gritar: «¡Oiga, me está tomando el pelo, esto es de mal gusto!». Todo vale en el arte contemporáneo, salvo cuando se toca una fibra en particular. ¿No os imagináis cuál? Efectivamente, la religión.
El ayuntamiento de Nápoles decidió retirar de un museo una pieza expuesta que consistía en un crucifijo cubierto con un preservativo. La alcaldesa dijo:
«Está claro que, cuando falta la inspiración artística, se intenta hacer hablar de uno mismo con obras artísticas de pésimo gusto y que no respetan -como se debería- el sentimiento religioso de los ciudadanos (…) Naturalmente, cuando pido respeto hacia lo sagrado, me refiero a todas las religiones y no pretendo reducir la libertad del arte. Pero, repito, en este caso lo que falta es el propio arte, mientras reina el soberano pésimo gusto».
Ahí lo tenéis. Triste (el hecho de que tenga que tocarse la religión para que el público reaccione), pero así es.
Ya sabéis, un crucifijo con un preservativo no es arte (y estoy de acuerdo con ello), en cambio, esta y otras bromas por el estilo, sí:
No, no me he dejado la foto: es «Blanco sobre blanco», de Kazimir Malevich.
Se dice: «Heifetz hace lo que quiere con su violín». ¿No será el violín el que hace lo que quiere con Heifetz?
Esto es un piano, dado e inmutable. El chico que quiere ser pianista tiene manos torpes (pero torpe significa siempre disponibilidad, kilómetro cero de innúmeros caminos; ser torpe es ser libre); manos plásticas, la antítesis del teclado que se ríe de ellas con todos sus dientes.
Gradus ad Parnassum, Czerni, arpegios —la técnica. Pero el piano no cambia, se limita a conformar al hombre, a hacer de él un pianista, un hombre-piano, un servidor con libreta negra que corre el mundo. Las manos libres se transforman en manos hábiles para… (Un martillo, un papel de armar tabaco —problemas de otro mundo; la mano del pianista es cada vez más del piano y cada vez menos del hombre).
Todo esto no es una defensa del torpe y del libre inútil (inútil libre) pero me interesa como esponja lavaprejuicios. Ojo con supuestas libertades, Andrés, que no son sino la perfección de la entrega.
Veo así el concierto: el violín se hace llevar por Heifetz, y reposa en el mentón y la mano del criado. Ajustándose estrictamente a la voluntad del señor, el criado cumple los movimientos necesarios para que el violín suene. La poca libertad que le queda a Heifetz, mecánicamente atado a su tirano, se le diluye en la peor servidumbre a los tiranos muertos, las tres B, el italiano misterioso, la jota de Falla, la fuente de Aretusa tusa caricatusa.
(Julio Cortázar, escritor argentino al que idolatro, en El diario de Andrés Fava)
Poco antes de morir en 1635, Lope de Vega preguntó si ya estaba cerca su final. Confirmado en su sospecha, susurró:
Muy bien, entonces, lo diré: Dante me pone enfermo.
(Visto en Futility Closet. Una confesión casi tan difícil como rechazar hoy en día el «arte culto contemporáneo»)
La experiencia de observar en primera persona es inigualable. Las mejores fotografías astronómicas son incapaces de transmitir tales sensaciones. Porque las imágenes transmiten belleza, pero la observación nos hace sentir parte del Universo. Conecta al observador con el Cosmos y estimula un sentimiento de asombro, humildad y vastedad quizás solo comparable al religioso. Son esos pequeños momentos en los que la Humanidad parece frágil y sus planes, vanales. Y nos preguntamos por qué estamos aquí, qué fuerzas guían el Universo.
(Víctor R. Ruiz en su blog. Vía Libro de Notas. La fotografía es de Neil Creek, que publica sus imágenes con otros artistas en Fine Art Photoblog)