Disgeusia, lectores compulsivos y niños voladores

(Esta anotación se publica simultáneamente en Naukas)

El otro día tuve un golpe de curiosidad y me dispuse a abordar la lista de correo de Naukas con una pregunta repentina. No sé si os ha pasado alguna vez: sufres algún impacto (fuerte) en la cabeza y, de repente, sientes un sabor como ¿metálico? en la boca. En el fondo del paladar, casi a la altura de la nariz… ¿A qué se debe este fenómeno? Había preguntado a Google, pero creo que me faltaban incluso los términos con que buscar.

En apenas unos minutos, llegó la respuesta de la mano de César Tomé:

Efectivamente, la disgeusia (eso te ayudará con Google) puede aparecer como consecuencia de un golpe en la cabeza (usa concussion y dysgeusia si buscas en inglés). No suele durar más de un par de semanas. Si persiste mucho tiempo después del golpe, lo que indicaría que el daño en un nervio de tu cabeza no se ha recuperado, ya hay que ir al médico.

Tiene la misma base que el sabor metálico que yo siento en las primeras fases de mis resfriados, que empiezan con un entumecimiento del cielo de la boca y un sabor metálico. Eso significa, explicado muy groserísimamente, que se está acumulando mucosidad en los senos, y que está empezando a ejercer presión en los nervios del sistema olfativo, lo que yo interpreto como una modificación del sabor.

De hecho, en mi caso, empecé a moquear y lagrimear también, así que la explicación encaja perfectamente. Pero mi disgeusia duró apenas unos minutos. Como ejercicio de autohumillación, os contaré que mi golpe fue literal: iba tan en la parra escuchando música que me comí una farola en medio de la calle, #truestory.

Esta confesión inmediatamente despertó en la lista una especie de concurso de anécdotas cómicas, que reproduzco aquí con el permiso de los protagonistas. Por ejemplo, la de Francis Villatoro:

Dicen las malas lenguas que en una ocasión en la que yo iba leyendo por la calle (siempre lo hago) choqué contra una papelera de plástico en una farola, reboté, le pedí perdón, y continué andando como si nada. Yo no lo recuerdo. Pero como ocurrió en el campus se supone que hubo varios testigos (seguro que se compincharon para tener una anécdota sobre mí de la que presumir).

O la de Mónica Lalanda:

Lo mío fue peor. Pasé la infancia convencida de que podría volar. El truco era coger suficiente velocidad corriendo y agitando los brazos a máxima velocidad (sí, ya… [¡?]). En fin… en uno de esos ejercicios de despegue, choqué con una farola. Tres puntos en la frente acabaron con mi vida aeronáutica y mi dignidad (el evento es recordado por mis hermanos siempre que pueden… ¡qué jodíos!).

La anécdota de José Ramón Alonso constituye un microrrelato precioso:

Yo también volaba. Movía los brazos con fuerza y, de repente, notaba una resistencia debajo de ellos, el aire parecía espesarse y tenía que empujar más y más hasta que el cuerpo, poco a poco, se separaba del suelo. Me daba miedo así que no me alejaba mucho. Era muy pequeño y cuando fui al colegio, en un pequeño patio rodeado de columnas, un momento en que estaba solo lo intenté pero ya no funcionaba, el cuerpo parecía mucho más pesado y los brazos cortaban el aire sin esfuerzo. Nunca supe qué pasó. (Y no, no fumaba nada).

Y, por último, Arturo Quirantes encontraba su consuelo en las historias de los demás (todos un poquito, en realidad):

Yo también leo como un cosaco mientras ando (y también me alegro de no ser el único). Creo que hay una porra en mi familia sobre cuándo me daré el gran piñazo. De momento gano yo…

De pequeña yo no volaba, pero era una intrépida e innovadora acróbata. Subía a cada columpio dispuesta siempre a encontrar nuevas formas de desafiar la gravedad. Comprobé que las manos eran necesarias para hacer volteretas de manera 100% empírica: cayendo desde lo alto de una altísima (eso me parecía) barra. El golpe en la cabeza no dolió tanto como el que sufrió mi dignidad, así que me levanté con los ojos empapados y no le dije nada a nadie. Tendría 4 o 5 años, pero aún hoy me acuerdo.

En cualquier caso, lo que a mí me pierde es la música. De hecho: el único miniaccidente que he tenido en mi vida con el coche (cuando aún lo usaba) fue por el mismo motivo. Suben los violines y a mí se me nubla la vista, literalmente, así que rocé con el retrovisor al coche de al lado. Sirva en mi defensa que había tres filas de coches sobre solo dos carriles, pero aún así… si Rachmaninov, no conduzcas.

Finalmente, Javier de la Cueva nos ofreció a todos otra ración de consuelo en un relato histórico del despiste:

Veo que la gente de la lista pertenece a una antigua y larga tradición:

«Sócrates.— Es lo mismo que se cuenta de Tales, Teodoro. Este, cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo, al mirar hacia arriba, y se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía adelante y a sus pies. La misma burla podría hacerse de todos los que dedican su vida a la filosofía. En realidad, a una persona así le pasan desapercibidos sus próximos y vecinos, y no solamente desconoce qué es lo que hacen, sino el hecho mismo de que sean hombres o cualquier otra criatura. Sin embargo, cuando se trata de saber qué es en verdad el hombre y qué le corresponde hacer o sufrir a una naturaleza como la suya, a diferencia de los demás seres, pone todo su esfuerzo en investigarlo y examinarlo atentamente. ¿Comprendes, Teodoro, o no?

Teodoro.— Sí, y tienes razón.»

Platón. Teeteto. 174 a.

No creo que en Madrid pongan algún día farolas acolchadas, papeleras que cedan el paso, perros guía para lectores empedernidos… pero la próxima vez que me la dé, por lo menos sabré cómo llamarlo: ese sabor en el fondo del paladar es disgeusia.

Una ciencia más eficiente basada en la publicación de ideas

El actual sistema de publicación científica (y, en esencia, el motor último de la investigación) valora únicamente los resultados positivos. Esto arroja a la basura un montón de conocimiento valioso que también produce la ciencia: el inmenso mundo de las hipótesis nulas y los experimentos fallidos. El problema no es sólo la pérdida de información sino que, además, la asimetría en la valoración introduce un sesgo sobre las propias publicaciones científicas: el efecto de presionar a los investigadores para que sus resultados sean siempre positivos es que, muchas veces, esos resultados son muy difíciles de replicar después. Y no se trata de una falta de honestidad por parte de los investigadores; se trata de un sesgo y como tal, opera a nivel sistémico. Todas las publicaciones tenderán a ser un poco más positivas que la realidad, sencillamente, porque lo negativo es sistemáticamente rechazado.

En esta magnífica charla TEDx, Lucas Sánchez plantea una posible alternativa a todo esto. Una ciencia más eficiente basada en la publicación de ideas en lugar de resultados, de procesos en lugar de desenlaces que, además, facilitaría la comunicación de la ciencia a la sociedad. No os la perdáis.

Cuando la música era ciencia. Pamplonetario de Navarra

El pasado 14 de octubre impartí una charla en el Pamplonetario de Navarra, dentro del ciclo «Ciencia, Arte y Tecnología» organizado por la UPNA con el apoyo de la FECYT.

En ella abordo las cuestiones que ya vienen siendo habituales por esta casa: cuáles son las bases (físicas y fisiológicas) de la consonancia y la disonancia, cómo sirven de fundamento a nuestro sistema musical y otros a lo largo del mundo, para qué sirven las escalas…

¿Podrías distinguir entre Bach y un ordenador?

Dale al play:

Está canción no tiene autor. Ha sido «compuesta» por una inteligencia artificial. La robótica madre de la criatura se llama FlowMachines y ha sido creada por un grupo de científicos europeos liderado por François Pachet. Es un sistema capaz de identificar y aprender distintos estilos musicales a partir de una base de datos de canciones. Según se puede leer en su página web:

Style is what makes an author (composer, writer, painter, etc.) recognizable, “different”. […] Studying how these people [Picasso, Mozart, Shakespeare…] came to invent their style suggests that this is basically a process of manipulating the styles of other creators to create new objects until something interesting emerges […] The Flow Machines project takes a computer science perspective on style: how can a machine understand style and turn it into a computational object?

Bajo esta perspectiva, FlowMachines se empapa del estilo de un autor dado y, con el aprendizaje resultante, es capaz de componer nuevas canciones, inéditas, en ese determinado estilo. Recuerda poderosamente al caso de EMI, la inteligencia artificial que auxilió a su creador, el compositor David Cope, en un momento de bloqueo creativo.

Daddy’s Car, concretamente y como quizás hayas podido adivinar, se basa en el estilo de Los Beatles y, ciertamente, el tema recuerda bastante a su música. Probablemente, no sea su mejor canción pero igual hubiese podido colar sin dar mucho el cante en alguno de sus álbumes. Las letras y la producción de la canción, eso sí, aún siguen llevando la firma de un humano: el compositor francés, Benoît Carré.

Los investigadores llevan un tiempo trabajando también en un algoritmo capaz de generar corales al estilo de Bach y, para evaluar el resultado de su trabajo, solicitan la ayuda de los internautas: ¿cómo de bachianas son las composiciones de FlowMachines?, ¿serías capaz de distinguir entre Bach y una inteligencia artifical? El test solo requiere unos pocos minutos, pero ¡lo advierto! no resulta precisamente evidente. Eso sí, si te picas, siempre puedes repetir para mejorar tu puntuación ;)

bachorpc

 

El escalofriante «aguafón»

En un mundo contaminado también acústicamente, las máquinas más modernas compiten entre sí por ser las más silenciosas. Gracias a los ingenieros, hoy tenemos lavadoras, coches y aires acondicionados que no colapsan nuestros oídos. Gracias a los luthiers y a artistas como Richard Waters, tenemos también otro tipo de máquinas: máquinas como el waterphone, especialistas en fabricar sonidos:

El waterphone fue patentado por Waters en 1975 y, como las mejores creaciones, tiene una página en la wikipedia cuatro veces más larga que la de su creador. Debe su timbre ciertamente «escalofriante» a su caja de resonancia y al hecho de ser un metalófono de percusión (emite sonidos bastante inarmónicos). Pero, probablemente, su propiedad más llamativa es la variedad de sonidos que es capaz de producir, casi todos ellos inquietantes, eso sí. Esto ha hecho que se utilice bastantes veces en el cine, en películas como Poltergeist o The Matrix.

Un juguete molón, en definitiva; bien como escultura o como instrumento. Cotilleando precios por ahí, veo que no es especialmente barato. Ahora bien, si tenéis tiempo e infinita paciencia, siempre os podéis construir uno a mano: